Quien les escribe la presente cada lunes es franciscano seglar y, por lo tanto, católico. Y ejemplo de nada. Yo quisiera entender, y quede presente que esta opinión lo es a título personal, que, tal vez, pueda existir una razón que justifique el aparente gesto discriminatorio reseñado en los medios y protagonizado por la Junta de Gobierno de la Archicofradía de la Sangre. Me refiero con ello a sus presuntas y recientes restricciones relativas a las mujeres por el simple hecho de serlo. Desearía equivocarme, me gustaría que me mostraran algo que, por mis pocas luces, no he entendido. Pero lo siento, no lo comparto. Que el Señor me perdone. Aunque la decisión pudiera estar remotamente justificada, la sombra discriminatoria siempre será mucho más alargada. No voy a hablar del artículo catorce de nuestra Constitución, que podría, para no mezclar. Hablemos pues de Iglesia. El papa Francisco, que le pese a quien le pese es el que tenemos, ya ha lamentado públicamente que la Iglesia y otras organizaciones eclesiales transformen la función de servicio de la mujer en un papel de servidumbre. En el mismo sentido, tampoco ha dejado de exhortar sobre la necesidad de estudiar nuevos criterios y modalidades a fin de que las mujeres no se sientan invitadas sino participantes a título pleno de los distintos ámbitos de la vida social y eclesial. Pero es que, yendo a mayores, también es de lógica discernir que si el mismísimo papa de Roma, en la exhortación Evangelii Gaudium, alienta a sacerdotes y teólogos para que reconsideren el gran desafío que supone la ordenación sacerdotal de la mujer, gestos como el de la Archicofradía son, como poco, contrarios a los signos de los tiempos y para nada testimoniales. Tanto más cuando estamos hablando de lo que estamos hablando, de incorporarse al varal, una cuestión que no lo es de gabinete. Pero aunque lo fuera. Todas las puertas, cargos, funciones, servicios, jefaturas y dignidades de la Iglesia y de cualquier otra institución civil o política deberían de estar abiertas de par en par a la mujer. No sólo en atención a su igualdad con el hombre en cuanto a dignidad, que también, sino, además, por gratitud histórica. Por haber sostenido, al paso de los siglos, generaciones de hogares y de parroquias y por seguir haciéndolo día a día y a pesar de su moderna incorporación a la vida laboral. Vayan ustedes a los pueblos, a las parroquias perdidas, y echen un ojo. Pero claro, en según qué círculos la posibilidad de erradicar tradiciones o modernidades de tinte discriminatorio a veces ni se huele. Ni se plantea. Aunque a la mujer le sobre dignidad para poder acceder a cualquier ministerio eclesial, incluido el sacerdocio. Por mi parte, espero que algún día se le reconozca oficialmente porque esa limitación que hoy por hoy padecemos no tiene fundamento bíblico alguno. Y ello a pesar del argumento de los doce apóstoles varones, ya que, en realidad, eran hombres y mujeres los que iban con Él de pueblo en pueblo, como apuntan Lucas y Marcos. Y que sí, que el Señor eligió a los doce, pero para ser testigos de la Buena Noticia y de la Resurrección, no para ser ordenados sacerdotes por ser hombres. Cristo no ordenó a nadie. O al menos conforme a la idea que hoy se tiene del orden sacerdotal, figura que no brota históricamente hasta entrado el siglo tercero. De hecho, el sacerdocio de Cristo, utilizado por muchos como argumento excluyente de la mujer, habida cuenta de la masculinidad del Señor, fue existencial y no ritual o ceremonioso, como bien apunta la Carta a los Hebreos. Y a ese sacerdocio estamos llamados todos. A fin de cuentas, argumenta el teólogo José María Castillo, Jesús fue un laico que vivió y enseñó su mensaje como laico. Y que sí, que se hizo hombre, pero hombre en cuanto a persona. Sin superposiciones de género pues, en definitiva, como también señala el Génesis, hombre y mujer los creó. Y claro, volviendo al tema de la Archicofradía y siendo suave, la cuestión me resulta, como poco, incoherente. Porque lavar manteles y colocar flores también sabemos hacerlo los hombres. Tarea tan digna, dicho sea de paso, como la de colocarse bajo el varal.