No le entendía bien. Pero el anciano me intentaba decir que debía pasar al otro lado de las vallas que cortaban la malagueña calle Alcazabilla, con custodia policial, durante la salida de la cofradía de Estudiantes. Su balbuceo y su mirada dispersa evidenciaban alguna discapacidad intelectual. Le intenté tranquilizar y le expliqué que de nada servía continuar, y agarrado a mi brazo se paró sin dejar de mover los ojos como los pájaros. Los dos nos mantuvimos de pie a la altura del jardincillo de naranjos que hay frente al portón de la casa hermandad del Sepulcro, casi en la esquina que hace de balcón sobre el Teatro Romano. A nuestro alrededor se fueron agolpando otras personas, la mayoría extranjeras, que llegaban hasta ese punto creyendo que podrían avanzar pegados al lateral de la calle hasta sacar su vehículo del parking de la Alcazaba -según les iba entendiendo con mi chapurreo de las lenguas más habituales entre quienes nos visitan- o para alojarse en algún hostel de los que hay en Alcazabilla, pero esas imprevistas vallas no lo hacían posible.

Resulta comprometido cortar del todo durante una hora una calle como ésa. La mitad de Alcazabilla con vallas y el lateral ajardinado con una línea de precinto. En Málaga siempre se ha sabido esperar y pasar en su momento de un lado a otro de una procesión -mucho más cuando se cuenta con la ayuda de la Policía Local-, avanzar bordeándola o pegándose a los laterales entre la gente que la mira y la pared de los edificios o construcciones que hacen de cierre. Incluso donde hay sillas, buscando ´escapar´ por calles aledañas cuando se hace necesario. Por eso, como suele suceder cuando se intentan poner puertas al mar, a medida que la espera se hacía interminable e iban quedando atrás las seis y las siete menos cuarto de la tarde del lunes, ya en la calle la bonita imagen del Coronado de espinas, algunos comenzaron a saltar el murete sobre la considerable altura del conjunto arqueológico con el riesgo que eso conlleva. Al enfrentarse a pleno sol a ese pequeño río de gente de toda condición, edad y procedencia, a la policía no le quedó otra que ir señalando en sentido contrario para que subieran por la callecita aledaña, hacia donde fueron caminando paralelos a las vallas y las personas que se apoyaban en ellas, hasta sortear el bloqueo girando hacia la zona ajardinada que delimita la espalda del Museo Picasso y volviendo a retomar su camino interrumpido de manera tan excesiva como quizá innecesaria.

El pobre anciano, aleccionado por lo que sucedía pero impedido para dar el salto, sencillamente levantó con su mano el precinto que limitaba la zona en la que estábamos, sin dejar de agarrarme el brazo con su otra mano, hasta que, algo temeroso, se soltó sin mirarme y siguió a la improvisada comitiva.

Yo me quedé hasta ver salir a la Virgen de Gracia y Esperanza, embelesado con la música de la banda y del entrechocar de las largas morilleras de su palio...