No todo ha de hacerse «para algo», con un fin determinado, con la intención de obtener una recompensa. Hacer por hacer quizás sea lo más humano que exista, la prueba irrefutable de que aún no nos hemos vuelto locos del todo, de que tenemos todavía un impulso que nos lleva a construir la belleza por la belleza misma, sin esperar más que lo sentido mientras la construíamos. Hacer algo que no esté a la venta, solo para nosotros, como una prueba de amor al universo.

En Italia, en una mediana ciudad de Lombardía, Giovanni Mongiano, un actor de 65 años, salió a escena a representar su monólogo (del que es autor, director y actor) a pesar de que no había nadie en el patio de butacas. Pasaremos por alto el hecho de que ninguno de los cincuenta y cuatro mil habitantes de Gallarate (así se llama la ciudad) acudiese a ver la obra. Nos quedaremos en que, como si el teatro estuviese lleno, Mongiano representó la obra, sus ochenta minutos completos, en un acto que contiene toda la dignidad que debe tener el arte, porque no se representa para el público, sino ante el público. El artista ha de trabajar «para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar», como nos dejó dicho Juan Carlos Onetti.

Giovanni Mongiano nos ha dado una gran lección sobre el arte, una lección que quizás estábamos necesitando en estos tiempos en que todo se mide por un modelo de éxito basado en los guarismos: si te lee mucha gente, si va mucha gente a verte, qué precio alcanzan tus cuadros€ pero todo eso no tiene nada que ver con el arte, solo con su mercado. Es probable que Cervantes, si escribiera hoy, tuviera serios problemas para encontrar editor, y por supuesto que jamás ganaría el premio Cervantes. Cuando hablamos de arte, de expresión artística, lo ensuciamos todo hablando de números, sobre todo cuando hacemos la absurda, ramplona relación, de que a más alto número más alto arte.

Mongiano recitó la obra completa, como si estuviera completamente llena la sala, como el poeta escribe su poema sin saber si alguien lo leerá, y lo escribe completo, porque lo que hace, en el momento de hacerlo, es creación, y no precisa testigos. Lo demás, el público, eso que llaman éxito, el reconocimiento, viene después y por otros cauces. La Ilíada seguiría siendo igual de inmensa si nadie la hubiese leído, pero todos seríamos inmensamente más pobres si nadie, en la más absoluta soledad, la hubiese escrito.