Es tiempo de penitencia, de sacrificio, de silicios (que no de silencio); de vía crucis y dolor, de penar por tus pecados (que son legión) y por los que cometen otros (que tú podrías remediar y no haces). Es tiempo, también, de incienso, de esperanza, de regeneración y cielos despejados y mares abiertos; de ventanas de libertad y de búsqueda de una sociedad más igualitaria, más solidaria y más libre. Esta es mi apuesta personal (supongo que de otros muchos) en este Viernes Santo cuando, en silencio, acompañe a Servitas por las calles malagueñas.

Reconforta saber que uno tiene lectores de mi habitual artículo de los viernes, cuando me asomo a esta ventana de libertad que son las páginas de La Opinión de Málaga. Y lo digo porque unos cuantos amigos, quizás por eso, me reprochan escribir nada o poco sobre lo que sucede en Cataluña y sobre su pretendido independentismo. Y llevan razón. A mi este tema me levanta sarpullido o, ahora que estamos en primavera, alergias que tan profundas son que me provocan heridas en el alma. Yo viví a principios de los años setenta en Barcelona a donde hube de ir a buscar pan y trabajo; entiendo y amo a esta a tierra, a sus habitantes e incluso a los negacionistas que siguen opinando que los andaluces y extremeños que llegaron para levantar este país, crear riqueza y generar convivencia fueron y son una lacra.

Dicho lo cual, a modo de explicación justificativa personal, detecto que estamos al final del llamado procés català ante los clamorosos y burdos errores que cometen la Generalitat y sus dirigentes, empezando por Puigdemont (olvídense de Artur Mas, es patético). El último error ha sido pretender conquistar, a golpe de euros, el favor de algunas organizaciones norteamericanas como la preside Carter. Burdos, excesivos y gruesos errores que empiezan por querer desconocer, ocultar o mentir que nadie con tres dedos de inteligencia puede pensar que hoy en Europa un territorio se puede separar de un Estado democrático sin razones ni apoyos suficientes y mucho menos sin tener a su favor las reglas jurídicas más simples.

La Generalitat va de fracaso en fracaso, ha enrarecido la convivencia y adoptan decisiones antidemocráticas como la argucia de modificar al reglamento de la Cámara catalana y aprobar las leyes de desconexión. Pero ni pueden no quieren dar marcha atrás porque, además, no saben cómo salir del embrollo en el que están metidos y que genera frustraciones de todo tipo en una parte de la sociedad catalana. Coincido con Francesc Carreras (El País, 8 de marzo 2017) cuando afirma que «en el origen está el nacionalismo identitario, una ideología sentimental que en pequeñas dosis puede controlarse, pero que suministrada con dosis de caballo, como es el caso, resulta letal». Así es. Y si a eso se le añade el mantra de que España nos roba, nos discrimina, nos maltrata ya tenemos el perol que admite todos los condimentos para iniciar el camino de la separación y para que fuera más potente (las especias que adoban) llegaron las promesas. Nosotros podemos, la independencia es coser y cantar, sencilla. Nos apoya el mundo entero (Carter, incluido), tenemos derecho a decidir y más de la mitad de la población nos apoya. Mentiras, mentiras. A estos vendedores de humo, de fracasos y fracasos les resulta ya imposible dar marcha atrás. A ellos demandará la historia y el pueblo catalán el haberles engañado. Tiempo de penitencia, sí, pero también tiempo de esperanza.