Estaba trabajando en mi artículo semanal, preparando un modesto texto sobre los pintores funerarios del siglo II de nuestra era. Los que nos siguen hablando a través de los retratos de los fallecidos en Tebtunis, en el Egipto que fue parte importante del Imperio Romano. Los investigadores norteamericanos de la Northwestern University de Illinois han analizado los diversos pigmentos utilizados por aquellos retratistas de tiempos ya muy lejanos: extraídos de las hematitas de la isla de Keos, en el Egeo, o del plomo rojo de las minas de Río Tinto, en la Andalucía atlántica. Los investigadores descubrieron que probablemente aquellos artistas decidieron no utilizar la púrpura de Tiro, más cara que el oro. En su lugar, usaron, con muy aceptables resultados, una mezcla de añil y Rubia tinctorum, mucho más barata.

Según el profesor Marc Walton y sus colegas, los pintores funerarios de aquellas posesiones orientales de Roma utilizaban con habilidad las inmensas facilidades del comercio imperial. Los pinceles eran de cola de ardilla y la madera sobre la que se pintaban las facciones del difunto era de tilo, traída desde la Europa Central.

Estaba en todo esto el pasado miércoles cuando me interrumpió la escritura la voz de un presentador de la BBC, ya en las noticias de las siete de la mañana. Nos informaba sobre el tráfico ilegal de órganos humanos existente entre los refugiados de la guerra civil siria. Sobre todo en Egipto. Nos advirtió el presentador de que algunas de las imágenes podrían ser muy duras para los televidentes. Entrevistaban a un adolescente sirio que había vendido uno de sus riñones para poder alimentar provisionalmente a su madre y a sus cinco hermanas. Las condiciones sanitarias que rodeaban al paciente eran atroces. El comercio de órganos humanos se está convirtiendo en una de las pocas salidas disponibles para no pocas de las víctimas de una guerra especialmente salvaje y cruel.

Observé algo en los rostros pintados hace casi dos milenios sobre las tablillas de tilo que se ponían sobre los rostros momificados de aquellos hombres y aquellas mujeres de Egipto, sin duda gente acomodada de aquella fértil provincia romana. Tenían una serenidad y una inmediatez corporal que el joven refugiado sirio que aparecía en la pantalla del televisor no tenía. Quizás por haber sido despojado tan brutalmente del carácter sagrado de todo lo humano.