Pronto habrá una segunda vuelta. Se colmará la lista. No quedará más remedio que hacer como los atletas que van sobrados y repasar de nuevo a la alta militancia para endiñarle otra trama, otro conversación prometedora, algún delito casposo y bonachón, de los que se sellan echándole bagatelas y cariño al ginebrazo, en plena trastienda de comunión con los chiquillos. El PP, al menos hasta la frontera con Navarra y País Vasco, que ahí borbotea la pela y se da en otro estilo, se va quedando sin nombres. Dos semanas más y tendrá que importar corruptos, meterle aires cosmopolitas, que tanta es el hambre del pueblo y de los informativos. Génova, la de los amores trágicos, que así se llama la sede del partido, se ha convertido en un campo minado, en un edificio neurótico por el que se perdigan a su antojo todo tipo de galerías subterráneas, de minutas, de albaranes sucios. Se necesita una jactancia descorazonadora, una confianza ilimitada en la vieja marca España, la de la ignorancia y la trapacería, para entregarse con tanta alegría a la delincuencia organizada, sin ni tan siquiera tomarse la molestia de tirar la cadena y esconder el cadáver y el puro. Financiación ilegal, sobornos, tráfico de influencias. Todo un parque temático castizo, tan vasto que no se ha podido ocultar ni con la desginación de jueces correligionarios ni con la algarada habitual de la patrulla televisiva. Haría falta que Aguirre se cosiera las lágrimas. Y aun así resultaría dudosamente creíble. Incluso para los que entraron en el PP de buena fe, los nuevos, que lo mismo van a tener que ir pensándose lo de pasarse a otro lado o refundar el asunto, como los equipos de fútbol que quiebran, obligados por mandato ordinario a cambiar de gente y hasta de siglas. De nuevo, Rajoy, cada vez menos etéreo, ha perdido una oportunidad para marcar distancia y tomar medidas severas y funcionales en la organización de su partido. Vuelve el dolce far niente, el Harpo irreductible, a la espera de que España, que está muy tonta con la Champions, repare en lo de Venezuela y se olvide. Con la corrupción, al menos en este Gobierno, está empezando a pasar lo de toda la vida con las dictaduras, que para algunos no son buenas ni malas, sino según con el color con el que se pintan. No deja de ser significativo que en la misma semana en la que trepidan los escándalos y la casa se le lleno de musgo el presidente se largue a Brasil, poniendo a prueba la capacidad asociativa de los españoles y su tolerancia hacia el relativismo. Ir hasta allí, con la que está cayendo, a hablar nada menos que con Temer de reformas es como querer dejar la droga y montarse una fiesta de cumpleaños en plan Camp David con los hermanos Gallagher y el Maradona de los buenos tiempos. Rajoy, en plena marejada, repito, en Brasil. Y uno, en su ingenuidad,que pensaba que a la dirección del PP no le gustaban los regímenes corruptos latinoamericanos que amplían su poder sin convocar elecciones y con métodos turbios. Se ve que la historia cambia. Se encima, se reescribe. Lo que es bochornoso e inhumano en Caracas se deja pasar como una chiquillada en Río. Valencia era una fiesta y los ERE pesan en Andalucía. Juicios morales de quita y pon y tejidos siempre con lógica partidista. Como si nada contara en el fondo, más que salvar el pellejo, que garantizar el sustento y el chalé de extrarradio a la familia. El clan de los González. La supuesta pillería de los Montoro. El baile de principios del principio grouchomarxista. En eso el PP no está solo. Si el hombre no cambia la ley que la ley no incite al hombre. De una vez por todas. Con una reforma estructural, profunda.