Se me quejaba un amigo romano de que no reconocía a Roma. Fue hace poco por negocios tras una larga ausencia y vino devastado, apátrida, desterrado. Me dijo que la ciudad eterna se ha convertido en un gran bazar para el turisteo trufado de negocios sin alma, de plástico. Volvió dolido, zaherido en su esencia, rabioso. Terminó diciendo que la pasta ya no sabe a pasta y que le ponen piña a la pizza. Tutti una afrenti, un insulti, bramaba.

Yo me callé porque antes muerto que reconocerle a un italiano que aquí sentía yo lo mismo, porque en el fondo de mi ser, por desgracia, es así. Y es que ir a comer pescado frito se ha convertido en una suerte de ruleta rusa. Parece que el santo y seña de la gastronomía malagueña es como el culo de la Kardashian, que descubierto el artificio todo se vuelve retoque y postproducción, aunque para gustos, colores. Conste que no condeno, sólo hago una llamada de atención.

Son miles los restaurantes que se ufanan abusando de tan preciado manjar, pero son cada vez menos los que respetan el género y ofrecen algo a la altura del comensal. Estoy harto de fritangas, aceites manoseados, harinas baratas y mahonesas de camuflaje. Eso no es pescaíto frito, es una cadena de montaje autómata que pervierte un tesoro y lo sumerge en una freidora que todo lo mezcla, todo lo quema, todo lo prostituye. Me apuesto lo que quieran a que en más de una ocasión han ido a comer y al terminar se han dicho: los calamares y los boquerones bien, las huevas estaban crudas, el adobo del cazón era vinagre puro, la jibia estaba dura y los salmonetes eran de anteayer. Esto no se puede consentir.

La memoria gustativa es muy poderosa, te retrotrae a la infancia, a esa infancia de sol y rebalaje, de raciones y risas, de llamar para reservar y de deja que ya pago yo. Y eso es lo que quiero, que cuando muerda un boquerón aprecie todo su sabor y me recuerde a lo que entonces fui. Como el primer sorbo a una cerveza helada, o el mordisco inicial a una oronda aceituna, que hace que el moflete te estalle cual globo de agua y salives como si tus carrillos tuvieran glándulas incontinentes, un jugoso río de sabor. Siempre pasa con la primera aceituna, tu cerebro lo sabe, y tú lo esperas, pero en muchos sitios eso ya no ocurre con el pescado. Tu cerebro lo espera, tú lo deseas, muerdes, pero no ocurre nada, y nadie hace nada.

Hemos dejado que el producto y su tratamiento vivan de su sombra, tremendo error. No lo cuidamos, no lo mimamos. Son muchos, demasiados, los que ofrecen pescaíto a granel, para los guiris, para no sé quién, pero desde luego no para el malagueño, no para el andaluz, no para mí. Aún pueden encontrarse locales de antaño que son respetuosos con la materia prima, con el saber hacer, y valen un potosí, porque son pequeños oasis de la fritura que consiguen reencontrarnos con el sabor a mar y reconciliarnos con la espina y la escama, con el disfrute y el recuerdo. Me refiero a esos locales que usted y yo echamos de menos, los que siempre intentan darle al pescado el lugar que merece, los que son fieles al negocio y al cliente, los que te dicen que hoy no pidas sardinas, los que te recomiendan unos victorianos de chuparte los dedos, los que no te cobran un plato fallido. De esos casi que no quedan.

Pero esta sensación de pérdida no es oriunda de Málaga. Desalienta viajar por la tierra de los hombres de luz y comprobar que la insípida historia se repite con el plato alpujarreño, las papas aliñás, el salmorejo, los huevos a la flamenca, los andrajos, el potaje de castañas o la olla de trigo.

Cada vez es más difícil comerse un buen plato. El personal se ha puesto fisno, incluso tan estúpido como insípido y, desde la atalaya de saberse herederos de una valiosa tradición que ahora pervierten, te sirven con desdén algo que ridículamente se parece al pescaíto de tu niñez, perdonándote la vida, apuñalándote el paladar. Y tú lo aceptas, lo permites, porque total, para qué discutir. Y yo soy el primero que no discute. Soy más de pagar e irme por donde he venido. Pero irme de verdad, para nunca volver, pues yo, y miles como yo, creemos que es donde más duele.

En Roma ya lo saben, aquí aún estamos por enterarnos. Cualquier día le echan piña a la fritura y todos tan contentos. Seguir así nos condenará, es pescado mortal.