Dicen que un malagueño se fue de viaje y volvió contando cosas asombrosas de las muchas ciudades que visitó. Cosas tan increíbles que sus conciudadanos le tomaron por loco. Contó que, en otras ciudades, las estaciones de ferrocarril son lugares donde los trenes efectúan sus paradas: edificios que envuelven y cobijan andenes, locomotoras, vagones y viajeros, y no centros comerciales detrás de los cuales hay unas vías. Que los puertos son espacios dedicados al amarre y la carga y descarga de los barcos, y no solares urbanizables. Que las calles son las vías públicas existentes entre los edificios, donde los ciudadanos se encuentran unos con otros, y no un magma informe y residual entre carpas, tribunas, estrados y mesas de bares. Que los paseos marítimos son miradores junto a la playa desde los que contemplar el horizonte ininterrumpidamente, y no lo que queda entre chiringuito y chiringuito de hormigón. Que en esas otras ciudades, rabiosamente contemporáneas, no consideran las edificaciones históricas como un estorbo, sino que las valoran con orgullo y estiman su mantenimiento como un rasgo de modernidad y sostenibilidad, apurando su vida útil hasta el extremo. Y que los teatros y recintos culturales son construcciones destinadas a albergar representaciones escénicas y exposiciones, y no «espacios gastronómicos» en los que alguien actúa. Que allí existen unas normas reguladoras de la edificación consensuadas hace tiempo con el fin de producir un modelo de ciudad armoniosa, y con flexibilidad para que -con carácter extraordinario- pueda producirse una excepción en aras del bien común, pero que no se modifican continuamente para favorecer negocios privados.

Pero bueno, qué sabrán otros lo que es progreso. Qué rara es la gente por ahí.