Acteón, eres hombre muerto. Lo siento, tío; alguien tenía que decírtelo. Al principio, cuando te anclaron al suelo de la plaza de Uncibay, quizás tenías alguna posibilidad de zafarte de los dos feroces perros que te persiguen. El escultor Seguiri, tras fundir el bronce que da forma al conjunto al que perteneces, se apiadó de ti y dejó el pavimento despejado para facilitarte la huida; debiste aprovechar entonces. Ahora ya es demasiado tarde, las mesas de los restaurantes cercanos te han rodeado hasta encerrarte; casi resultas invisible. Ay, la maldición de Artemisa ha caído sobre ti, sí; pero es la hostelería malagueña la que te aplica la sentencia de muerte.

Pero tu sacrificio no habrá sido en vano; se ha evitado un secuestro. Piensa que el (también broncíneo) romano que ocupa el otro extremo de la plaza no podrá culminar el rapto de la sabina que intenta cargar sobre sus hombros. Allí, cercados completamente por comensales que tragan tapas sin mesura, esos otros dos personajes de Seguiri tampoco irán a ninguna parte. Por muy tupido que sea el dosel de sombrillas que ampare el crimen, éste no podrá consumarse por estar bloqueada la ruta de escape.

Claro que no es improbable que una mañana llegue un camión de los servicios municipales y os retire como viejos estorbos, para mayor gloria de las terrazas vecinas. De esa forma podrían volver a escenificarse ambos dramas en algún oscuro almacén de las afueras: tú y el romano tendríais una segunda oportunidad.

En mayo de 1968, los estudiantes parisinos soñaban con encontrar la playa que estaba debajo de los adoquines. Los malagueños anhelamos hoy descubrir los adoquines que hay debajo de las terrazas de los bares.

*Luis Ruiz Padrón es arquitecto