Varias veces he escrito en esta misma columna sobre la isla de Puerto Rico, la isla del encanto, que tanta relación tiene con nuestras islas afortunadas, las islas Canarias. Ambas en el Atlántico, porque Puerto Rico delimita por el norte con el mismo océano en el que se hallan las islas españolas, otra de las islas españolas yo diría porque formó parte en su día de la España insular, de las Españas que reconociera la constitución gaditana del año 12, cuando la nación española era la reunión de los españoles de ambos hemisferios, y que aún sigue manteniendo viva la llama de lo español tras más de un siglo bajo tutela norteamericana.

Días antes de la llegada del huracán Irma a la isla regresábamos a Málaga después de una estancia en Puerto Rico que siempre quedará en nuestro recuerdo, porque no siendo la primera vez, ni espero que la última, fueron semanas de numerosos descubrimientos. Fue un tiempo de enamoramiento progresivo de su paisaje y de la fuerza vital de su territorio, un pequeño enclave en la divisoria entre el Atlántico y el Caribe de una extraordinaria biodiversidad. Pero, sobre todo, de sus gentes, de su amabilidad y de su educación cívica y respetuosa. Nunca podremos olvidar el trato recibido, exquisito siempre y siempre alegre y jovial. Como en todo el Caribe, en Puerto Rico la música suena en el aire, en la fonética boricua, en el ir y venir de los paseantes, en el coquí al caer la tarde, en las calles y en las plazas, en las terrazas abarrotadas del Viejo San Juan.

De norte a sur, de este a oeste, de San Juan a Ponce, de Mayagüez a Humacao, hemos recorrido la isla gracias a nuestros amigos que nos recibieron con los brazos abiertos, y que hoy sufren el azote de la naturaleza. Hemos visitado numerosos rincones de esta isla paradisíaca. Hemos paseado por sus ciudades y comprobado su huella hispana, nos hemos bañado en sus playas inigualables, y hemos atravesado sus ríos y sus lagos, sus bosques y sus montañas, en las que -como en Jayuya- permanecen los vestigios de la cultura taína. Y hemos sentido muy de cerca la herencia española en sus habitantes, y su respeto por la memoria de España, más de lo que España se merece, que la abandonó a su suerte. Y, sobre todo, hemos comprobado su defensa del español, que mantienen vivo y apoyado en una extensa producción literaria. El español está en la calle y en las escuelas, como un signo de su identidad. Puerto Rico es una de esas naciones sin estado, pese a su estatus político actual, que nunca se han podido poner al frente de su propio destino, que siempre ha estado en manos de otros. Primero fue España, hoy Estados Unidos.

Irma asoló las Antillas menores, y circunvaló Puerto Rico camino de la Española, de Cuba y de Florida, causando graves daños. Pero la meteorología no descansó, y tras Irma llegó José que afortunadamente prefirió perderse en el Atlántico, y luego María que, pese a su nombre bíblico, como el anterior, José y María, se convirtió en el gran huracán, la gran fuerza de la naturaleza capaz de hacer realidad algunas de las profecías. Y María tras devastar de nuevo las menores de las Antillas que iba encontrando a su paso, se cebó con Puerto Rico atravesando el ojo del huracán toda la espina dorsal de Borinquen. Desde 1928, Puerto Rico no sufría una catástrofe de las mismas características e intensidad, el huracán San Felipe. Hoy Puerto Rico es un país devastado, paralizado, conmocionado por la destrucción de todos sus servicios esenciales. Sin luz, sin agua, sin combustible, sin comunicaciones, sin viviendas, los cuatro millones de puertorriqueños que viven en la isla confían en la ayuda de Estados Unidos para empezar a levantarse de nuevo. A la crisis económica que venía padeciendo el país, de auténtica bancarrota, se suma esta catástrofe natural sumiendo a la población en una crisis moral y existencial. Pero el pueblo puertorriqueño es resiliente y sabrá salir adelante.

No es justo si yo acabo esta columna sin referirme a otros pueblos que están sufriendo o han sufrido las mismas calamidades en este verano aciago para esta parte del mundo: Barbuda, San Martín, Dominica, Islas Vírgenes, Dominicana, Haití, Cuba, Florida, y, en particular, México. En todos estos lugares hay hombres y mujeres que sufren o que han muerto estos días. Y por eso merecen el apoyo, a ellos y a sus familiares, de toda la comunidad internacional.

España no debe escatimar ningún esfuerzo y prestar toda su ayuda a estos pueblos que han estado y están estrechamente vinculados con nuestra historia y con nuestra cultura. Lamentablemente, los medios de comunicación apenas se han hecho eco de la realidad por la que atraviesa esta parte del mundo, mostrando un tratamiento diferenciado y discriminatorio. Pero nuestra política exterior, acomplejada ante el gran amigo americano, no debe dudar a la hora de ofrecer su ayuda a quien la necesite, más allá del color de la bandera, y especialmente a quienes nos quieren y nos respetan. Por eso Puerto Rico lo merece, porque, aunque muchos en España no quieren saberlo, ellos son los últimos españoles del continente americano.