Ingresarte en un hospital es como protagonizar una de esas pelis americanas de prisiones pero con menos camas. Pierdes tu intimidad al compartir oxígeno y espacio con un desconocido, vives bajo un férreo horario de controles, no puedes salir, recibes visitas en horarios establecidos y la comida es un asco.

El primer día es un poco desconcertante. Te despojan de tu ropa y te dan un pijama celeste, de talla equivocada por supuesto, así ves gordos embutidos o flacos que parecen yonquis de las 3000. Los hay menos afortunados que sólo disponen de una bata vergonzante que enseña las joyas de la corona en la postura que se pongan. Y ahí que vas tú, cruzando el pasillo mientras los veteranos te miran como carne fresca, escudriñándote, intentando adivinar tu mal. Yo creo que tiene pancreatitis, se oye a tus espaldas. Tiene mala cara, no le doy más de una semana, afirma otro. Aunque lo peor es el corrillo de familiares que han hecho amistad y cuchichean a tu paso: míralo, qué pintas, hasta ha llegado engominado, se creerá que viene a una clínica privada.

Poco a poco te vas haciendo a la nueva situación. Aprendes a no mirar directamente a los ojos y te limitas a seguir las normas. Te lo comes todo, te medicas sin rechistar. Al segundo día alguien te propone un trueque: te doy dos magdalenas de la merienda si me dejas ver a Juan y Medio en tu tele. En este mundo el sobao pasiego del desayuno equivale al cromo de Panini de Hugo Sánchez y la mermelada es Julio Salinas, así que aceptas la propuesta y, sin darte cuenta, entras a formar parte del grupo, ya eres uno de ellos. Ni qué decir tengo si eres fumador. Ahí se intensifica una red de confianza que muy pocos pueden entender. Un código secreto de señales que sustenta una complicidad difícil de superar. Buscas los boquetes y escondrijos para que el sistema no detecte tu vicio. Tú fuma que yo vigilo, dame un cigarrito que mi parienta no viene hasta mañana ¡Glucosalino, Glucosalino! Gritan dando el agua cuando viene el segurata. Por la noche se dispara el trapicheo de mecheros y corren ríos de colonia a granel para enmascarar el crimen. Todo a espaldas de las enfermeras, con el abrigo de la oscuridad.

Igual que existen grados penitenciarios por superar para alcanzar la libertad, los hospitales establecen un sistema de dietas en progresión para poder salir, siendo estas, y muy escuetamente: absoluta, líquida, blanda y basal. No hay momento más tenso en la vida de un enfermo que cuando la auxiliar deposita la bandeja en tu mesa, con cara de póker, sin dar pistas, dejándote en ascuas. Levantas la primera tapa y, a traición, encuentras una sopa de fideos sin fideos. Antes de probar tal exquisitez te vence la incertidumbre y desvelas lo que se esconde bajo la segunda tapa, zanahorias hervidas y filete frío de un pescado desconocido. La madre que los parió. Dónde está mi ensaladilla rusa, dónde mi pataita al olivo.

A media mañana pasa el médico con su colorida carpetita, obsequio de algún laboratorio farmacéutico. Entra y sale de las habitaciones decidiendo el destino de esta hermandad inquebrantable que se ha forjado en apenas tres días. Tú, se refiere a mí, sigues aquí hasta el lunes. ¿Yo?, ¿Por qué? Pero si me lo he comido todo. Nada, mis quejas caen en saco roto. Incluso le he ofrecido tres sobaos y dos cigarros, y no ha aceptado. No lo entiendo. Es duro ese médico, insobornable. Despedimos a mi compañero de habitación, Pepe, el de Alozaina, que ya está mejor de lo suyo y nos abandona. Que haya mejoría y nos vemos en otras circunstancias. No falla, todos dicen lo mismo. Mientras Pepe se aleja vuelvo con mis nuevos y mejores colegas para comparar cicatrices y compartir anécdotas de postoperatorios, en definitiva, matar el tiempo, que es lo que hacemos en vez de matar al médico.

La cama de Pepe es ocupada por otro enfermo esa misma tarde. Su desenvuelta forma de actuar demuestra que no es el primer ingreso, incluso le saludan algunas auxiliares. Cenamos sin cruzar palabra, hay respeto mutuo, medimos nuestro poder en silencio. Pasa la fría noche y al amanecer me acerco a romper el hielo. Perdón si he roncado demasiado, le digo con cierta sorna. Él me contesta que no pasa nada, que en el hospital no estamos por gusto y nadie hace las cosas queriendo. Acto seguido coge fuerzas y se pone rojo, congestionado, agarrándose a las sabanas como si le fuera la vida en ello, y se tira el cuesco más perfecto e indecente que haya conocido. Me mira satisfecho y sonríe. Sabe que no necesita más para marcar su territorio.

Qué cabrón, acepto derrotado. Este ha estado aquí más años que el Lute.