Ese día, mientras esperaba en la cola de la caja rápida de un supermercado, Gustavo vio como todo el mundo se giraba en la misma dirección. Intrigado, descubrió la causa: en la sección de congelados, un hombre de unos cuarenta años, calvo, con gafas y barba bien cuidada, exigía la presencia del encargado. Los avisos amarillos de ´atención, suelo mojado´ que delimitaban aquella sección resaltaban su compostura indignada.

-Esto es inaudito -decía-. ¡En mi vida he visto tamaña desfachatez!

La exquisita expresión de la queja hizo que Gustavo sintiera una simpatía repentina por aquel hombre, que con una bolsa de pescado congelado en la mano se rebelaba con una insolencia sosegada. Pasados unos segundos de desconcierto, apareció el encargado. Observó al hombre con cierto distanciamiento, calibrándole. Finalmente, dijo:

-¿Qué problema tiene el señor?

-Yo no tengo ningún problema. El problema lo tienen ustedes.

-A ver -se rascó la coronilla el encargado, pensativo-, ¿cuál es su€ nues€ el problema?

-Esta merluza -dijo, elevando la bolsa de plástico- no está correctamente etiquetada. Ese detalle sería baladí si no fuera porque, de este modo, el kilo sale por unos cuantos euros más.

-Esa merluza está en su precio -replicó con seguridad el encargado, ante la expectación cada vez más interesada de la concurrencia.

-En mi juventud trabajé en un barco pesquero y le aseguro que esta merluza no es chilena, como indica la etiqueta. Es de piscifactoría.

-Sepa usted, señor, que aquí no hemos tenido nunca merluza de piscifactoría.

-Esta lo es -respondió sin inmutarse el hombre-. Toda la que tienen en esas cajas, también.

-¿Está usted seguro?

­-Totalmente. Tras faenar durante meses en África y América del Sur y pescar miles de merluzas, rapes, lenguados y otras especies demersales, hasta un botarate como yo aprende cosas.

El encargado carraspeó nervioso. Después, dijo:

-Habrá sido, sin duda, un error de la central, luego lo comunicaré. Deje la merluza en la caja: le pido disculpas en nombre del establecimiento.

-Hasta que no cambien la etiqueta de la merluza y el precio, aquí y en todos los supermercados de la cadena, no me pienso mover -respondió el hombre.

-¿Piensa que yo puedo decidir cómo se etiqueta una merluza o un manojo de rábanos? Hágase usted cargo, eso no se puede así como así -le replicó el encargado.

-No tengo prisa -insistió con irónica amabilidad el hombre. La bolsita de merluza empezaba a gotear, lo que añadía una inesperada cuenta atrás a la escena.

La señora que estaba justo delante de Gustavo en la cola fue la primera que se atrevió:

-El señor tiene toda la razón. Esa merluza es una porquería, parece de plástico.

-Nos la cobran como si fuera caviar —aseguró otra.

-¡Cambien la etiqueta o yo tampoco me muevo de aquí! -exclamó una hermosa joven, que portaba una carpeta cuyo protagonismo compartían fotos del Che, Ian Curtis y Kurt Cobain.

Alentado por la determinación del hombre o quizás avivado por la idea de lucirse ante la joven, Gustavo decidió intervenir: se subió a un carrito y, al modo de los aurigas, tomando impulso, se dirigió hacia la sección de congelados. Gritaba:

-¡Abajo el capitalismo! ¡Viva el ser humano!

El encargado se removió inquieto: aquello parecía una maniobra bien orquestada. Gustavo cogía cada vez más carrerilla; de pronto, una muralla de briks de leche semidesnatada se interpuso en su camino. Con más suerte que destreza pudo evitarla, no sin derribar parte de los briks, que cayeron al suelo con apagado estrépito, derramando lágrimas blancas. Triunfal, llegó a la sección de congelados y ni siquiera se preocupó por frenar un poco tras sortear los cartelitos amarillos. El agua que allí se acumulaba acentuó el movimiento del carrito, que se tornó ingobernable: atropelló primero al encargado y luego al hombre, hasta acabar empotrándose contra unas bolsas de guisantes congelados, que estallaron como confeti, y llenaron la escena de pinceladas redondas y verdes. Entonces llegaron las risas, porque cada vez que alguno de los tres quería ponerse en pie, los guisantes les hacían resbalar y volvían a caer en posturas ridículas.

El encargado fue el primero que logró levantarse. Le dolían la pierna y la espalda, sobre todo la espalda. Dijo:

-Ana, llama a seguridad. ¡Que se lleven a estos dos terroristas de aquí o no respondo!