Nos lo ha vuelto a destapar el almanaque, sonríe el verano con todo el azul por delante. También con un verde fresco y sombra en sus tonos rompiendo aguas a ras de aire y de hierba. Empieza en julio ese domingo del que se trasviste todos los días sin madrugar a paso ligero y con peso sobre los hombros a las imposiciones del trabajo. Qué difícil es saber estar de paso entre la rutina y el desaliento, la vocación emborronada y la supervivencia psicológica en medio de una atmósfera de conflicto, competitividad y falta de reconocimiento por esos jefes ensimismados en la soberbia de su poder. Cada vez es más necesaria una educación en el mando y su comunicación, en que cualquier labor es una construcción de equipo con alguien motivador al timón. Mientras llega ese progreso al mundo del trabajo y lo mejora en convivencia y productividad, es primordial hacer del verano una desconexión. El reencuentro con lo mejor de lo que somos. A solas, en familia, con los amigos, disfrutar de otra realidad en la que no existe el naufragio y los arrecifes son canciones del mar con estribillos de espuma, y uno recupera el tiempo interior. Ese que no le pone horas a que cualquier aventura sea posible en esta estación intensa y en tres relevos mensuales -más larga para los estudiantes y la infancia que se llena de pájaros, y de planes- que todo lo recompone en una fotogenia de la felicidad. El verano salvoconducto del erotismo y de una sexualidad al aire libre de lo libre, dejando que rebrote lo sensual, el apetito, la intimidad de incendiarse entre penumbras de siesta o bajo un cielo en los que desnudar la brisa salada del placer compartido en su goce.

Cada cual regresa con sus ecos a esta época -sólo se inaugura cuando sucede la infancia y cada día es un descubrimiento que borra las huellas de las huellas anteriores- en busca de cumplir una promesa nueva o la de todos los años. A uno mismo o a quien nos acompaña cooperando en los horizontes del viaje. Otras veces se trata de hacer lo postergado entre la pereza y la urgencia. Escribir; pintar; arreglar la casa del pueblo o de la costa; ponerse a dieta; reencontrarse con un idioma mustio por desuso; leer los clásicos de las aventuras que nos adiestraron la imaginación y la épica, a los maestros que nos enseñaron advertencias, y Océano mar de Alessandro Baricco o a Truman Capote y su Crucero de verano. Es importante también respirar paisajes donde el silencio no enmohece y campa salvaje; habitar una playa entre volcanes y mareas que mudan de su vientre la temperatura de su color; viajar a la Historia entre páginas de piedras que fueron oráculo de ofrendas y de batallas, templos de amor afrodisiaco, la mirada hacia Dios de los hombres. Recuerdo un julio recorriendo el románico en un Dos Caballos rojo, y otro a bordo de un velero que me recordaba el Martha Mckeen de Wellfleet de Hopper. Guardo la calurosa luz de Sorolla un agosto seducido por las descendientes de las Bañistas en Llané de Dalí, y el que tracé la ruta en busca de Ulises y del favor de una sirena con la que fugarse alrededor de las islas de un mediterráneo, cuyos renglones nocturnos susurran numerosas historias de literatura.

He de reconocer que estos destinos son cada vez más difíciles de saborear en su plenitud porque la embriaguez del turismo de masas va convirtiendo la belleza y la tranquilidad en un bullicio contaminándolo todo. Lo que antes eran parajes a los que resultaba imposible acceder en coche, y sólo desembarcaba uno a pie entre veredas difíciles o en lanchas de fin de semana son ahora un parque de suvenires para el consumidor de emociones con selfies, violentado su lirismo de lo inexpugnable por las motos acuáticas, y la fuerza sin límites del todoterreno. Ningún lugar es inmune.

Ni siquiera la lejana Islandia, que tendrá este año 2,4 millones de visitantes y donde también los apartamentos turísticos han creado una burbuja inmobiliaria. El turismo ha hecho boom, y seguimos ignorando las consecuencias que tendrá su mega explosión.

Pero volvamos al verano contra toda clase de preocupación y desempolvemos igualmente los que son una canción de terraza y de piscinas, de portátiles Pick up bajo la sombrilla y en moraga. Los Diablos, Formula V, Nancy Sinatra, Nicola di Bari, Tony Ronald, Sapore di mare, sapore di de Gino Paoli. Cat Steven y América en pandilla junto a la casa de unas hermanas rubias que todas las vacaciones traían una nueva expresión de moda de la capital, y la ocasión de volver a enamorarse o cambiar de pareja en pandilla. El ideólogo de las aventuras, el guapo desarrollado, el que mejor templaba los ojos a la guitarra, el más gracioso, la ternura del menos agraciado y el chamán que todo lo convertía en personajes o emoción de un poema. Los mismos roles en la hermandad de ellas, una para todas y todos para uno, con trenzas, vaqueros hasta la rodilla, camisas de tirilla con cordones de cuero al cuello, y pañuelos los chicos con navaja en el bolsillo de atrás. El uniforme de las excursiones en bicicleta, a las montañas con grietas del diablo y cuevas del Agua y del Gato, a verbenas en otra colonia de veraneantes en las que enamorarse de una prima u otro baile al abordaje. Ninguno inmune a los estribillos al oído y con dedos entrecortando la cintura en aquellas citas con los besos a orillas de la espuma, del azul insomne de las piscinas, entre las olas de los maizales y bajo el nombre en árabe de las estrellas. Una mano en la mano, una boca en la manzana de otra. Todo el deseo al que aproximarse en revuelo las mejillas, después el vapor del amor en los labios -tan mágico como la esencia del pericot despejando la lluvia sobre tierra seca- y bajo la primera hojarasca de septiembre prometiéndonos el corazón hasta el verano siguiente.

Cuántos días de Cezanne y de Picasso, de Brines y de Neruda sin entonces saberlo, frente a un cinematógrafo de playa o asomados a su pantalla desde la clandestinidad de una azotea y aquel grito en la oscuridad de El exorcista. Nívea y colonia, brevas y ciruelas, cualquier aroma que deshojarse en la boca, y la iniciación en la saliva más estrecha.

Quedan muchos tatuajes de aquellos días descubriendo el tacto y el volumen, la piel del cuerpo o del árbol en el que se dibujaron las flechas cruzadas de un juramento a prueba del olvido que entonces nevaba sobre nosotros. Nadie podrá negar que guarda uno o varios, enhebrados como moras o salteados en la memoria, al que despierta un perfume, un sabor o esas fotografías nuestras y compartidas por otros que la hicieron suya en los veranos donde crecieron.

La mía se llama Las Pasaderas. Es eterna en la infancia feliz que le debo a sus senderos de luciérnagas, y sus noches con nanas de agua. A la vida que aprendí entre sus gentes con relatos de la guerra, sus fantasmas y el esfuerzo. Fue el molino de mis abuelos que hace días Mari Angustias Ochoa nos recordó a otro cómplice de entonces, José Antonio Martín Soler, en aquellos veranos donde ella cumplía años, igual que mi hermana, y su padre montaba una tómbola con papeletas para todos. El territorio donde crucé como Cheever las albercas verdinegras del barranco; descubrí la alegría sanadora de culminar la cumbre de una montaña con el grito a pulmón abierto sin miedo alguno; aprendí a hacer pan con mis manos; me hice orfebre de arcos y vivía a lomos de un olivo horquilla de repente un fuerte, mañana un barco con sábana pirata y en las tardes un nido dentro de un libro de Salgari, de Zane Grey, de los que me navega la voz de mi abuelo.

Desde entonces, no he dejado de escribirle a la memoria y a los sueños con la dirección del verano en el remite.

P.D. Disfruten el suyo, Vivaldi amarillo o Mendelssohn de noche, y permitan que la felicidad les derrame su jugo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es