Pedro Delgado demarró hace treinta años en Luz Ardiden, y con ese arranque puso a rebufo a todo un país. Guardo la victoria de Perico en el Tour de Francia de 1988 grabada en alta definición en el recuerdo. Una imagen tan familiar como la de la primera comunión. Con permiso de Ángel Nieto y Severiano Ballesteros, era la primera vez que veía a un español quedar por delante de muchos extranjeros. Perico Delgado, con su gesta, me enseñó que mi país era algo más en el mundo que el recuerdo de una dictadura empecinada en sobrevolar la rutina. Volví a escuchar esa melodía que sólo oíamos al término de la emisión de la tele y que representaba la frontera entre los días. Ahora sonaba mientras se izaba la bandera española sobre el cielo de París.

Perico Delgado, un muchacho humilde, con algunos años más que yo, había conquistado el mundo, y de paso a todos nosotros. En aquellas rampas de los Alpes y los Pirineos logró que comenzásemos a mirar aquella bandera sin complejos arrebatándosela de una vez por todas a la oscuridad que seguía planeando sobre ella. Por primera vez España sonaba a triunfo deportivo, y así lo celebramos aquella tarde sin necesidad de justificar nuestro patriotismo acomplejado.

A partir de ahí llegaron otros triunfos: la combatida victoria de Arancha sobre Steffi en aquella inolvidable final de Roland Garros de 1989, el medallero de Barcelona 92, la victoria de Bruguera frente a Courier, el apabullante palmarés del motociclismo, los cinco tours de Indurain, Albert Costa, Ferrero, Conchita Martínez, Moyá, las Davis conquistadas, el Renault explosivo de Fernando Alonso, las chicas de la sincronizada, campeones del mundo de baloncesto, de balonmano, de waterpolo; y Nadal. Todos ellos y algunos más que habré olvidado, han escrito a mano en el libro de la constancia, el esfuerzo y la fe en lograr aquel sueño que perseguían, y con ello, han paseado nuestra bandera y nuestro himno por las cuatro esquinas del mundo.

Pero en el fútbol no teníamos suerte. Desde Argentina 78 (primer mundial que recuerdo), había sufrido con mi padre todas las derrotas de España. Era una especie de ritual sentarnos delante del televisor con la ilusión sobre el mantel donde servirían a nuestros rivales. Pero la mala suerte en algunos casos, la ineficacia arbitral en otros o la simple impotencia del equipo nos hacía caer año tras año. Para mi consuelo, mi padre relataba goles del pasado atesorados en su imaginación en blanco y negro. Sin embargo, la fe en la victoria hizo que unos chavales lograran el desafío inesperado de ganar dos Eurocopas y un Mundial. España conquistaba la victoria y orgullosos avanzamos por calles inexploradas.

El empeño de España ha ganado siempre, pero tiene un enemigo implacable al que somos incapaces de vencer, y es el miedo a saber que somos mejores. La victoria nos alegra, pero nos destruye la derrota. Somos feroces consumidores de malos recuerdos, de despiadadas críticas de las que sólo germina la apatía. Como un mal melodrama, nos gusta revolcarnos sobre la desgracia. Por eso, cuando el pasado domingo nos eliminaron del Mundial, pensé en Perico y en nuestra bandera cubriendo el maillot amarillo. Imaginé lo que soñaría cuando tan sólo era un chaval sobre una bicicleta prestada, me acordé de sus demarres cuando todos le pronosticaban una pájara, pensé en su fortaleza cuando trataron de arrebatarle el Tour. España es también vigor y fe, es pundonor, es alegría por superar los retos, es levantarse día tras día para reconquistar lo perdido. No hay reto que resista un empuje como el del español.