El fantasma del pasado me despertó de madrugada. No le hizo falta encender la luz ni herir con ruidos secos el silencio en descanso. Tampoco fue una sombra nívea llamándome desde el espejo, ni un peso frío volcado en niebla sobre mi cama. Sólo me sopló brisa de poniente dentro del sueño. Igual que si yo fuese una caracola en la que esconder su llanto o su secreto. Debió hacerlo varias veces porque sentí en eco el susurro de aire difuminando las imágenes dentro de la historia que habitaba en ese momento. Lo mismo que cuando la luz deshace la penumbra en luciérnagas de día jugando a perseguirse entre ellas, desde las cortinas hasta las paredes, y van acariciando que atisbes la realidad configurándose. Tuvo paciencia el pasado, siempre lo tiene. Y fue hábil su fantasma abriendo las puertas entre la ensoñación y la vigilia, permitiendo que decidiese despacio si regresar hacia un feliz desenlace del sueño o despertarme del todo. Lo vi sonreír frente a mis ojos despejándose incrédulos, como si no supiesen si la irrealidad los desconcertaba o era real lo que iba seduciendo su mirada.

Unos segundos entre dos mundos, tiempo sin pulso en la conciencia, las facciones del pasado inciertas pero agradables. Ni mujer ni hombre, sin rostro anciano o la voz de una criatura de Rilke. Sólo atmósfera con presencia de cuerpo conduciéndome hacia la terraza abierta sobre la playa. Sonaba la mar con dedos de pianista en movimiento Sandor y horizontal tecleando en la arena una sonata azul desvaneciéndose en blanco. Se saludaron con ese gesto con el que no necesitan palabras los viejos amigos que saben mucho el uno de la otra, la otra de todo. Olía el aire a sal y a escamas, a muerte boqueando entre la espuma y las redes desenredándose. Las mismas, ennegrecido el verde de su enmalle, que el pasado me señaló entre las piernas en jarras sobre la arena donde los pescadores zurcían los sietes del arrastre, las heridas de la captura luchando la posibilidad de su huida, las atarrayas tendidas al resplandor encalado de las casas con fachadas de madera pobre.

No existe de los veranos de aquella escena ninguna postal de costumbres. Fotografías de gelatina de plata sobre vidrio, litografías impresas en cartón bueno de 14 centímetros de largo por 9 de ancho, coloreadas a mano y con dos líneas en reverso, para la dirección y el destinatario al que mandarle unas letras ilustradas por la imagen de los obreros de una fábrica de navajas de Albacete de 1902, o la del naufragio de la fragata alemana Gneiseau de 1890 editada por R. Álvarez Morales en Málaga. La capital del turismo en la época dorada de los años sesenta y setenta, desde la que muchos mandamos sus lugares emblemáticos o sus personajes. El Cenachero y su pescado, la coracha gitana, la modernidad del Hotel Pez Espada, y la pareja flamenca en cueva nocturna de señoritos y suecas, y al reverso el recuerdo, el amor, la promesa y los besos a punto de salirse de la tarjeta o dándole apretados la vuelta. Eternas huellas del verano que siguen comprado los visitantes de otras lenguas que, sin saberlo ni importarles, están provocando la metamorfosis de Málaga.

La ciudad Dorian Gray al contrario. La identidad natural de lo atractivo y lo diferente cautiva en el armario, y su alma en descomposición reinando en el bullicio extranjero de las calles del centro, donde se desahucia la dignidad doblegada de los residentes a favor de la epifanía del turismo. Sucede en Málaga donde la política no entiende de literatura. Por tanto, muy poco de Óscar Wilde. A pesar de que lo tuvo tan cerca en la figura de Rafael Pérez Estrada, el mago de palabras con ángel y gentleman Cavafis con la papiroflexia de su lenguaje impecablemente azul, y al que seguimos echando de menos a la hora del Martini en el mediterráneo, más cerca del rebalaje donde al mar se le corre la espuma de su rímel. Es lo que tiene la política que abarata la cultura y, en muchos casos, precariza burocráticamente la calidad de su gestión. En cambio tira la casa por la ventana con el folclorismo del XIX; privatiza las calles para el exhibicionismo emocional de las cofradías e invierte el futuro en el tsunami del turismo, sin otro modelo que el de hacer caja y las coartadas del progreso y el empleo basura que no baja el termómetro del paro.

Es difícil no sucumbir al encanto del falso Dorian Gray con el que una gran mayoría negocia la burbuja de la felicidad sin estación Termini. Las postales del paisaje idílico de la convivencia en disfrute sucumben ante el desorden de la ciudad y su overbooking. Sobreviven como pueden los afectados; se recrimina con ardor mediático a los críticos del desconcierto; despliegan su marketing los tahúres y los que lícitamente quieren obtener ganancias mayores. Se unen en sindicatos los vecinos afectados, gracias a abogados como Adrián Broncano, para defenderse de esos cazadores de apartamentos en edificios vecinales susceptibles de ser convertidos en hospedajes de paso, con la inhibición de algunas administraciones de comunidades. Ocurre en mi bloque, con pisos en negro y otros legales, donde nadie si son vecinos los pandilleros atravesando el portal con borrachera de madrugada o arrastrando toda la playa encima, y sus criaturas de plástico. No cesa el trasiego de maletas, ni el del conserje sacando la basura comparativa a la de un hotel en el que a escote pagamos el consumo de agua. Este fenómeno ha pasado de 5.163 pisos en 2017 a 20.000 en este año, provocando la subida desproporcionada de los alquileres y que muchas personas se vean obligadas a vivir a más de cinco kilómetros de la ciudad por el efecto del turismo masivo frente al que el ayuntamiento no decide regulación alguna.

Se empecina el sector en atraer dinero más que un tipo de gente en la que reconocer nuestra misma conducta y estética del ocio. No es extraño que también al gobierno municipal le ciegue el resplandor numérico de los más de 7.150. 000 turistas que llegarán hasta septiembre y no acometa -como acaba de hacer Marbella con una cívica prohibición- la invasión de bicicletas turísticas y vehículos eléctricos en los paseos peatonales marítimos. Tampoco las bochornosas despedidas de solteros que tienen en Málaga su primer destino competitivo, y han causado incidentes a bordo del AVE. Ni siquiera reaccionan su mandatorio, ni su oposición, a la agresión del franquímetro del centro histórico donde ha desaparecido la mayoría de comercios tradicionales, sustituidos por marcas de grandes firmas, tiendas de suvenires, y heladerías cada 20 metros. Perdió Málaga el café La Cosmopolita; resiste a la amenaza sin saber hasta cuando el Café Central, y junto a estos enclaves del flaneur seguimos defendiendo algunos la singular identidad de una ciudad con calidad de vida, sensibilidad y la belleza de su fachada litoral sin el rascacielos de plata catarí. El símbolo Gilito de la coerción social sin pudor ante la evidencia de que cada día luzca más corrompido Dorian Gray silbando a Pink Floyd con estribillo de Money “el dinero es excitante, no me vengas con tonterías y agárralo con ambas manos”.

No quedan postales de CF Rivero con el pretérito fotográfico impreso en cartón que nos hizo viajar sin gepese para descubrir, conocer y disfrutar el alma de cada ciudad. Ahora todas son las mismas franquicias de ropa, consumo y masificación. Casi nada las distingue. No dejéis que también la vuestra la conviertan del todo en un fantasma sin porvenir. Escucho alejándose la voz del pasado, mientras observo el azul masificado del cielo sobre la playa low coast en la que echo de menos a los palmilleros de barrio del fin de semana. Pienso en si no estaría bien que fuesen hoy artistas plásticos como Alvarado, Chema Lumbreras, Sebastián Navas, Charo Carrera, Lorenzo Saval, Mari García, Paula Vicenti, José María Córdoba, los que hiciesen las nuevas postales con estilo, desafío y nuevas formas de representación y diálogo con el turismo.

No sé si fue el terral o el levante, ni por qué entonces, dentro del sueño, me volví hacia el armario y abrí sus puertas de par en par.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es