Hay una cierta inquietud durante la víspera de un viaje. Una pequeña comezón interior. Algo que se activa en uno. Como un aviso de que la rutina va a romperse. Algo así como una levísima taquicardia que nos advierte del inmediato cambio de rumbo. Y de paisaje. No es una sensación mala, predomina la felicidad, pero tiene un punto desasosegante. Los preparativos ya son parte del viaje. Las jornadas anteriores al vuelo ya anda uno pensando en qué ropa, qué zapatos, qué excursiones. Nunca en grupo. Se mira la web del restaurante elegido, se cerciora uno de que tiene estrella Michelin. Se elige maleta, siempre la de las grandes ocasiones. Hay una cierta inquietud. Sí. Un deseo también que puede rozar lo indecoroso por beber vinos nuevos y hasta por zampar postres desconocidos.

Estamos en la víspera contando las horas y los minutos para escapar, trasponer, trasladarnos, ir al encuentro de otro cielo, otras miradas, otras gentes. Hay que pasear por la ciudad elegida para hacerla nuestra transitoriamente. Hay que penetrar en sus librerías y adquirir la novela de algún autor local. Ciudades no necesariamente exóticas, tampoco hay que pasarse. Está bien ir a Birmania y Vietnam, a Rusia y a Canadá, pero lo que nos oxigena también mucho son esas frecuentes escapadas de tres o cuatro días a ciudades europeas o españolas que incluso a pesar de serlo son civilizadas, señoriales, burguesas. Con sus puentes y fiestas patronales, concejales díscolos, mercadillos de filatelia, trajes regionales, vírgenes y patrones, guardianes de las esencias, héroes casi mitológicos reales o inventados, confiterías, plazas mayores, tradiciones que romper y cronistas locales que dicen mucho lo de «rico acervo».

El rico acervo lo adquiero yo leyendo para aprovechar el tiempo del retraso del avión. Camilo José Cela se jactaba de haber dormido al menos una vez (¿o eran dos?) en todas las capitales de provincia españolas. A mí creo que me faltan Lleida, Lugo, Badajoz y Huelva. Una vez hará dos décadas comencé una farra en San Sebastián y acabé en Burgos, suponemos que a lo largo de esos tres días, una de las noches la pasamos en Vitoria. Tendría que asegurarme. Es Vitoria una ciudad preciosa, peatonal, señorial, elegante y con una estupenda plaza dedicada al general Loma. Da gusto tomar txacolí y piparras. Como hacer planes da gusto. La víspera es el goce. El viaje casi siempre lo es. A veces pudiera no serlo. Pero hay que arriesgarse. En el riesgo está la virtud, decía Tácito.

Tal vez no sea siempre así pero es necesario que así lo sea de vez en cuando. La rutina está bien a condición de que no se repita demasiado. Los viajes interiores también convienen. Pero eso es otra historia. Otra columna. Feliz viaje. Feliz domingo.