Yo soy Teba, Ardales, Alpandeire, Antequera, todas las Cuevas y cada una de las Villanuevas, Ronda, Gaucín, Yunquera y cualquier rincón afectado por la tormenta, pero sobre todo, ahora que las aguas han vuelto a su cauce, soy Campillos. Cuando imagino la lágrima de una madre mezclarse con una gota de lluvia pienso en algo bucólico: chimenea encendida, vino reposado, manos entrelazadas, calidez compartida. Lo que nunca supongo es que esa lágrima y esa lluvia vienen acompañadas de ruido, agua, miedo y desesperación por poner a su hijo a salvo de la naturaleza salvaje que una noche irrumpió en lo más sagrado, su hogar, y le hizo sentir vulnerable, frágil, mortal.

Yo soy los hombres y las mujeres de la Unidad Militar de Emergencias, los libros entregados por la Casa Ronald McDonald de Málaga, el agua y la comida llegadas de la tierra de los dólmenes, el tractorista que vino de lejos y no dijo aquí estoy yo, sino por dónde empiezo. Soy el Santo Entierro y las demás Hermandades que, por un momento, apartaron la mirada de lo divino y se centraron en lo humano, la mágica voz de Diana Navarro derramando consuelo, los clubes que donaron sus taquillas, el esfuerzo y entrega del Infoca, la seguridad de Protección Civil, el que arregló lo suyo y, en vez de descansar, llamó a la puerta de su vecino para lo que hiciera falta, sin condiciones.

Yo soy ese hijo, ese padre, que se libraron de milagro y corrieron a casa de los suyos para darlo todo, ese abrazo entre compañeros, el teléfono que por fin trae buenas noticias, un suministro restablecido, unos ojos al cielo, unos dedos cruzados, el olivo que se mantiene erguido y orgulloso, la laguna que recobra su paz, y una medalla de San Benito apretada contra el pecho, suplicando por el don de la Patrona, reposo.

Yo soy la tienda de barrio que levanta cabeza poco a poco, el centro de salud que reabre sus puertas, el colegio que de nuevo acoge las risas de los niños, el fango que desaparece por la alcantarilla, el tacto a seco, el olor a limpio, la sonrisa cómplice, el empujón necesario, la palabra de ánimo. Soy el preocupado mensaje de cientos de amigos, el segundero que coge velocidad, la normalidad que espanta las sombras, el alivio venidero, la satisfacción callada, el merito compartido.

Yo soy todos los pueblos que se hundieron en el lodo y salieron a flote con solidaridad y sentido de comunidad, el sol que brilló al tercer día, el ímpetu que venció a la desolación y al desconsuelo, el voluntario forastero que lo dejó todo para ser un vecino más, una calle abarrotada que suelta la pala y aplaude, agradecida, la marcha de quién dejó huella en el barro. Soy el sentir de un trozo de Andalucía que, en medio de la CATÁSTROFE, redescubrió su belleza en la fraternidad de manos ajenas y desinteresadas, en las antípodas de un Consejo de Ministros que a día de hoy les da la espalda y les pisa lo mojado.

Lo que nunca seré, por falta de valentía, es el ángel de la guarda que cuidará por siempre de quienes tanto han sufrido, tanto miedo han pasado. Un mártir vestido de bombero que perdió el último aliento en cumplimiento del deber, y cuyo espíritu se eleva ahora más allá de la lluvia traicionera que, en la noche más oscura de un domingo de octubre, se mezcló con las lágrimas de tanta gente. Son muchos los llamados a ser héroes, pero muy pocos los elegidos.

Los que dan su vida por los demás nunca serán olvidados. Campillos y Teba han perdido mucho, pero han ganado un ángel. Don José Gil, antequerano para su gente, universal y eterno para todos.

"El pueblo, el fuego y el agua nunca podrán ser domados". Focílides el Milesio. 560 a.C.