Encontré una botella varada en la orilla. Contenía un mensaje. «Vivo en una isla desierta. Mi número de móvil figura debajo de estas líneas». Pensé en escribir un artículo de opinión sobre la basura que diariamente encuentro en mis paseos invernales por la playa, pero la curiosidad ya se había transformado en un insecto virtual que me picoteaba por debajo de la sudadera.

Al llegar a casa, añadí el número a la agenda del teléfono y le envié un mensaje: Hola. Hola, contestó la pantalla a los pocos segundos. Encontré tu mensaje. Ya lo leo. ¿Qué tal? Bien, ¿y tú?

Establecimos contacto. Era un tipo agradable. No sabría muy bien definir su edad. Las conversaciones no traspasaban la frontera de lo trivial. Me entretenía hablar con un perfecto desconocido. Ante mí se abrían emocionantes expectativas. Podría inventar un nuevo pasado, una profesión más artística, una familia más inusual, unos amigos más extravagantes. Podría olvidar la preocupación por los asuntos laborales, por la hipoteca, por la enfermedad de mi madre, por la delgada línea que separa el estrés de la ansiedad. Inventaría un nuevo país de residencia, con un renta per cápita por encima de la media y listas de espera en los hospitales por debajo de ella. Con gobiernos justos que aplicasen políticas sociales y no cobraran impuestos, con políticos tan incorruptos como los cadáveres de los santos, con la cultura por vanguardia y la solidaridad como bandera. Crearía un nuevo yo y una nueva circunstancia. Una felicidad tan virtual como el insecto que aún revoloteaba chocándose una y otra vez con el cristal de la pantalla.

No hablábamos de temas personales, ni de la situación política ni cultural de mi país ni de su isla. Nos entreteníamos enviándonos mensajes insulsos que solo contenían frases hechas y lugares comunes tan manidos que estaban escritos con las huellas de otros. Nada que mereciera la pena almacenar en la memoria del teléfono.

Un día se me ocurrió preguntarle por su situación en aquella isla desierta. No es desesperada, me respondió con la apatía propia de la ausencia de emoticonos. No me di por vencido con aquella insuficiente respuesta y navegué unos metros más hacia la costa. ¿Te sientes solo? A veces, contestó, pero lo hizo al cabo de unos minutos. Luego, desconectó el teléfono. Me pareció que con aquella actitud, se escondía tras los árboles que separaban la playa del interior de su isla. Decidí no volver a inmiscuirme.

Regresé al presente, al de verdad, con su actualidad tan molesta como moscas de piscina. No volví a recibir respuesta a mis mensajes, cada vez más frecuentes. Al cabo de los meses bloqueó mi número. Todo aquel territorio que yo había creado quedó de pronto cercado por un enorme muro de anonimato. Asiduamente me quedaba en el centro de ese círculo de sombras tratando de sacar provecho del vacío. Derroché bastante tiempo en el empeño, pero la virtualidad ya me había convertido en un insecto kafkiano que deambulaba por el interior de mi parcela, incapaz de encontrar sentido a todo aquello.

Día a día he ido derribando los muros para darme cuenta de que más allá de ellos sólo hay una extensa playa que rodea el espacio al que yo mismo me he exiliado. Un lugar, por otra parte, habitable y cómodo. Bastante limpio y despoblado. Con numerosos rincones donde matar los días. Ayer mismo, encontré una botella varada en la orilla. Estaba vacía. Tomé un papel de mi escritorio y escribí el siguiente mensaje: «Vivo en una isla desierta. Mi número de móvil figura debajo de estas líneas».