El exceso de cercanía impide calibrar con precisión la talla política de quienes están en activo. Son muchos los que agrandaron su figura una vez fuera del cargo, quizá porque al bajarse de la peana institucional se diluye mucha de la animadversión que genera el ejercicio del poder, de cualquier poder. Conviene, por ello, guardarse de juicios tajantes que acaben por enmendar los tiempos futuros, lo que no significa sustraerse a la impresión de que en los asuntos públicos existe hoy un marcado déficit de inteligencia. Falta talento para reconocer el entorno, para desarrollar una acción política de largo recorrido, sobreponiéndose a los inevitables lastres de las urgencias personales y partidistas.

El portavoz del PP, Ignacio Cosidó, tiene ya su propia hornacina en el pabellón de los torpes. Su reconocimiento sin ambigüedad de la propensión de la política a torcer la mano de la justicia dinamitó el único acuerdo institucional de un período marcado por la esterilidad y los empeños inútiles. Reciclado desde un Ministerio del Interior muy turbio, lo que no deja se resultar un mérito en un departamento siempre tenebroso, Cosidó, que se perfila como la próxima víctima de Villarejo, hace gala en los foros senatoriales de una franqueza cuartelaria cuando defiende un acuerdo para renovar el poder judicial que permitirá controlar 'por detrás' la sala que juzgará a los líderes de la intentona secesionista. Impagable munición para el independentismo con el gran juicio en el horizonte.

Con todo lo visto, queda patente que la única redención para el nuevo Consejo hubiera consistido en que sus miembros rompieran toda deuda con la política y ejercieran su independencia desde el mismo momento de sentarse, eligiendo a un presidente distinto del que prefiguraba el pacto llave en mano entre PP y PSOE.