Fue el pasado lunes, poco después del mediodía. Andaba yo enfrascado en encontrar un lugar de Pizarra en el que había quedado para que me hicieran una entrevista por mi último libro, y entonces los vi. Eran dos hombres que superaban ampliamente la cincuentena. Estaban sentados alrededor de una mesa de propaganda de una bebida refrescante, en la terraza de un bar. El sol lamía mansamente sus respectivas coronillas. Sobre la mesa, un tablero de ajedrez y, en los extremos del mismo, las piezas blancas y negras. Los dos sonreían. Hablaban poco, sólo lo justo para regodearse, con sencilla satisfacción, en el último movimiento de ficha. En la calle, muchos de los escasos viandantes que rondaban a esas horas tenían cara de sobremesa, porque la sobremesa no es una parte del día, es una actitud vital, aunque el pulso de la tarde, que entonces comenzaba a nacer, ya se dejaba notar en un incipiente trasiego de coches. Cada uno a lo suyo, pensé, y en una sencilla mesa de bar dos tipos luchaban una cruenta batalla para dar jaque al rey, como si en derredor no hubiera nada más importante que hacer o sobre lo que discutir. Podrían haber hablado del libro de Pedro Sánchez, si es que le interesa a alguien más que a él; o de Vox y la influencia al parecer decisiva que va a tener en la política andaluza en los próximos cuatro años, o, por qué no, del nuevo recorrido oficial de la Semana Santa de Málaga, de la crisis de gobierno que se vive ahora en la capital, de la deuda de Braser y el Hotel de Moneo, del futuro de la Torre del Puerto o del de Paulino Plata. O tal vez podrían hablar de los problemas familiares de uno y otro, de las vicisitudes de su día a día, de las batallas, las otras, las reales, esas que tal vez aquejen a sus parejas o a sus hijos, ya seguramente mayores; o de la soledad que les embarga o de la subida indecente de la luz y los recortes en sanidad y educación, de la llegada de inmigrantes y de cómo hacer más humana y digna su acogida. Incluso, por qué no, podrían haber comentado otras batallas épicas desarrolladas en otras épocas, desde Salamina a Waterloo pasando por Brunete. Pero no, ellos sólo disfrutaban de su partida como si fuera la última señal de un encarnizamiento intelectual que muere a plazos en un tablero blanquinegro, dando una lección de sosiego y aplomo a todos los que nos agitábamos inquietos muy cerca de ellos, casi tan cerca que ni siquiera nos miraban. Entonces, me dije que quizás ellos tenían razón, que la vida, más allá de la prisa y el estrés que nos consumen día a día sin darnos otra oportunidad ni camino que pensar a corto plazo, tiene más que ver con una sosegada partida de ajedrez que con el patio de Monipodio en el que hemos convenido la resolución de nuestros problemas, los sociales y los individuales; a lo mejor, esas partidas curan las almas heridas por el vertiginoso fluir de los días; quizás, alguno de esos jugadores encierra el remedio a la locura colectiva que ha hecho de la competitividad laboral y social el signo de estos tiempos baldíos.