Debe usted vivir en la selva virgen si no sabe que en el Tribunal Supremo se celebra un juicio contra los líderes independentistas que no se fugaron, proceso cuya vista está dejando en evidencia algunas de las vergüenzas del proceso penal español. Hay muchas viejas del visillo pendientes del asunto, acechantes, escrutadoras, la Excelentísima Sala lo sabe y, por eso, se lo coge todo con papel de fumar. La justicia patria no quiere dejar resquicio alguno a una ulterior revisión europea y así evitar tropezar, otra vez, en la misma piedra que sustentó la sentencia de Otegi. Que nadie pueda decir que el juicio fue arbitrario, caprichoso, injusto, o vulneró los derechos de los acusados. Semillas perfectas para asistir al difícil equilibrio entre la formalidad procesal y las salidas de tono de todas las partes.

Presidiendo el acto tenemos a Don Manuel Marchena, experto policía de estrados, jurista tan templado en el estilo como rotundo y acertado en sus fundamentos. Prestigio, reconocimiento de la profesión y garantía de ecuanimidad le adornan. Como contrapeso, y a su vera, verita, vera, suele ubicarse Don Luciano Varela, al que le adivino un jugoso voto particular que quede para la posteridad como dorado broche a su carrera. Luciano, magistrado de verso libre con acentuada querencia a la dramatización y extemporaneidad, en el fondo y en las formas. Le reconocerán porque, cada vez que ocurre algo inesperado, se revuelve incómodo en el sillón y gesticula abiertamente con ostentosos aspavientos, mordiéndose la lengua, luchando por no dar rienda suelta a sus pasiones. Le puede la indignación, es superior a él, un impulso irrefrenable. Los vanos intentos por disimular sus desesperados ademanes son dignos de alabar. Solo le falta sacar un pañuelo y secarse la frente como al que le está dando un jamacuco, como al Paco de la serie Los hombres de Paco. Los autodenominados presos políticos y quienes los alientan lo saben, huelen la sangre, les va la marcha, y juraría que se apuestan quién le causa un infarto a Varela. Por ahora va ganando Antonio Baños, el de la CUP.

Este juicio puede y debe marcar un punto de inflexión en eso de que todos somos iguales ante la ley. Que todos los jueces tomen nota, porque a partir de ahora voy a exigir que todo acusado o testigo esté cómodamente sentado, que una funcionaria le traiga una jarra de agua bien fresquita, y el juez se disculpe por hacerlos esperar en caso de retraso. También voy a demandar que el juzgador a quo motive cada resolución invocando jurisprudencia del Tribual Europeo de Derechos Humanos. Se acabaron las doctrinas menores de los togados españoles. Con cada testigo que contravenga la LECrim y se niegue a deponer, obligaré al juez de turno a tragársela doblada y le traslade mis preguntas, lo que en Derecho llamamos preguntar a través del tribunal. Y si no, multa de 2.500 euritos por imposibilitar los principios de contradicción e inmediación, y, si me sigue vacilando, concederle cinco días para que recapacite, so pena de incurrir en un delito de desobediencia sentenciado con una condena que no cumplirá. Ya ven lo barato que sale chotearse del sistema.

Marchena ha sentado un precedente televisado en directo para todos los hogares. Así que ya no quiero jueces gritones, ni maleducados, ni desesperantes, ni amenazantes, ni altaneros, ni irrespetuosos. Exijo jueces de paciencia franciscana, comprensivos y dialogantes. Incluso, por qué no, de trato afable. También quiero jueces que corten al fiscal cuando pida valoraciones y opiniones en vez de buscar la verdad, como es su obligación, porque, aunque no se lo crean, la fiscalía es garante de la legalidad, y la imparcialidad debe guiar sus actuaciones. Virtudes, ambas, que por desgracia son cada vez más insólitas. Salvo honrosas excepciones.

Reclamo un juez correcto, de educadas formas y talante conciliador, cortés y refinado, que reconduzca la impertinencia con guante de seda. Pero, por encima de todo, necesito jueces ecuánimes y valientes, porque dejarse condicionar por el temor a una segunda instancia, tener los oídos en Madrid y los ojos en Estrasburgo, e incluso variar lo consuetudinario con tal de evitar un posterior soplamocos europeo, son formas tan cobardes como efectivas de bajarse los pantalones, deshilachar las puñetas o malvender la independencia judicial. Y con esa independencia no se juega, ni se toca, porque esa sí que está consagrada en la Constitución. No como otras.

"La justicia no sólo tiene que aplicarse, sino que también debe apreciarse que se administra, o perderemos la confianza de los ciudadanos en los tribunales". Fernando Salinas, Magistrado del Tribunal supremo.