El aeropuerto de Málaga cumple cien años. Y yo con estos pelos. Mejor sería decir y yo con estos vuelos. Así como las estaciones de tren, incluso las modernas tipo AVE tienen un aire melancólico, un no sé qué de despedir a una novia, de separarse de los padres, de partir a lo incierto, los aeropuertos le parecen a uno, pese a los precios y las largas esperas, lugares de altas expectativas, de gozo inminente, lugares de fuga y de transporte hacia la no rutina. Sitios cosmopolitas, con atrayentes escaparates, donde se oyen todo tipo de idiomas. Incluso llegar, después de un largo viaje, algo derrotado y tristón por el fin de las vacaciones, y pisar el aeropuerto tiene algo de milagro, de festivo, no en vano es constatar que uno sigue entero y a salvo luego de transitar los aires a mucha altura y no menos velocidad.

Debe ser triste la vida de quien no tiene nada que contar respecto a un aeropuerto, si bien lo mejor es que la anécdota más accidentada sea el precio de un sandwich, tampoco vayamos a tentar a la suerte. Ya nos dejó dicho Orson Welles que cuando se viaja en avión solo existen dos emociones: el aburrimiento o el terror. Yo una vez me quedé dormido en un aeropuerto y soñé que me equivocaba de avión. Se hacen cargo de la pesadilla. Es como esas en las que te llega una carta diciendo que te falta una asignatura de la carrera que cursaste hace mil años. Cuando me desperté y me puse en la cola para embarcar decidí parecer tonto antes que revivir la pesadilla. O sea, le pregunté a varias personas de la fila si la fila era para entrar al avión a Barcelona. No contento con que me dijeran que sí, se lo pregunté también a la azafata que daba los buenos días y la bienvenida al avión. La chica tuvo la amabilidad de asentir con la cabeza. Pero fue un asentir un tanto funcionarial o cansino. Un asentir pero no afirmativo del todo, me pareció a mí. Tuve entonces que preguntarle al señor que me tocó en el asiento de al lado. Este sí me confirmó la ciudad de destino, pero claro, solo a mí se me ocurre darle conversación a alguien que tiene ganas de conversación.

Resultó ser una de esas personas a la que le preguntas cómo estás y va y te lo cuenta. Hora y pico de conversación, menos mal que la vida del hombre, que narró con celos y señales, era interesante, empresario gallego del sector ferretero con ramificaciones en la industria textil y aficionado a la mermelada casera. En el aeropuerto pasa como en la sala de espera del dentista: uno tiene mayor tendencia a creer en Dios. No vaya a ser que en el momento de despegar, o cuando te meten el torno en la boca, le dé por no existir, nos deje solos y la caguemos. No me lo quiero ni imaginar.