Una isla entre las manos, su paisaje como tesoro. De no ser cierto, sería una de las viejas fábulas que los marineros iban desembarcando de puerto en puerto, en las tabernas donde derramar relatos de mar cuyo oleaje sonaba siempre a la promesa de la aventura del oro desenterrado. Nadie tuvo antes un paraíso salvaje a merced de su naturaleza creativa. Un siglo después tampoco ha existido otro capaz de convertir una isla en una polifónica obra de arte. Sólo César Manrique consiguió esta alquimia filosofal de transmutar la piedra de los volcanes y su escoria arisca en la felicidad del edén y el abracadabra del turismo. No sabían sus padres que bajo las estrellas de un 24 de abril, de hará el miércoles cien años, su hijo y Lanzarote serían un mismo corazón soñándose el uno al otro. Sólo así se entiende el misterio y la maravilla de este artista que transformaría los 845,9 kilómetros cuadrados de su tierra acróbata a cada paso, suyo y del viento sobre la pulsación del mar y del magma, en el mapa de un lienzo donde crear belleza, abstracción y volumen, con las cicatrices del fuego, los escollos de piedra en tajo, los campos de lava, el agua que acuna en su abrazo el cuerpo bocarriba de una isla preñada de cráteres y ardor.

Azul, blanco y negro el paisaje de Lanzarote del que todos se enamoran al ritmo suave que los baila la isla al son del oleaje, con el bisbiseo de las continuas erupciones que la deslizan y sólo perciben los peces, los pájaros, aquellos a los que los volcanes eligen como suyos. Es lo que me sucede cuando desembarco el corazón y la mirada en la ínsula de Manrique que suena a Tchaikovski concerto No. 1 B flt minor, Op.23 con Khatia Buniatishvili al piano en los dedos de Natalia Paz, -el pulgar derecho sobre el do central y el índice y el anular en las notas sostenidas en negro- imaginando el tempo volcánico y azul vivo rodeándola con epicentro en Famara. La playa en la que aprendió a nadar su infancia César Manrique, fascinado por los cuatrocientos metros de altura de los riscos en los que se estrella el atardecer descomponiéndose en rojos de arrebol y cárdenos naranjas, sus reflejos moribundos al vaivén de la marea. Quién sabe si en aquella pared fantaseó primero, como si fuese la pantalla escénica de su destino, lo que haría de Lanzarote el joven Mambrú que a la guerra se fue y a su regreso, tras besar a su madre, quemó con rabia su uniforme en la azotea de la casa. Le gusta contar esa historia a Marina, y en especial la de su amor de carnavales, cada febrero una flor en los labios y tres hijos para noviembre, mientras le insisto a su hija que le ponga música a Famara; al viejo barco encallado en Arrecife; a la Corona cuya cazuela me atrae a su vientre; la Montaña Blanca bajo la luna que alumbró a Saramago acerca de la ceguera y de la muerte. Natalia engarzando con fluidez acordes, cesuras en pausa, acentos, gemidos y armaduras de clave.

Es lo que pienso que hizo César Manrique con su isla, cuando su amigo José Ramírez Cerdá -igualmente en este año centenario- se la entregó convencido del futuro esplendor de su fruto artístico. Crear, sin saberlo, una partitura cósmica de la exaltación lírica del paisaje y su alma telúrica expresada en Los jameos del Agua, en su casa de Taro de Tahíche, en el Mirador del Río, en el Parque Nacional de Timanfaya, donde silba el silencio piel de cenizas, incandescentes en su letargo. Una sinfonía que, como les sucede a muchos artistas, le exigió primero una indagación plástica y una posterior travesía del desierto. Hijo de la década cultural de los cincuenta su pincel compartió la apuesta del informalismo en el que se movían con exploraciones diferentes Rafael Guinovart, Saura, Millares, Manuel Rivera, impulsores de El Paso que abrió una brecha de libertad en las Bienales de Sao Paulo y de Venecia. A ésta última acudió también el hedonista canario, opuesto a la denuncia social intelectualizada de su amigo Millares y del resto de artistas de aquella vanguardia española. A Manrique lo que le interesaba era expresar la belleza misteriosa de su paisaje insular a través del color, de las texturas, de composiciones geométricas, abstracciones del medio natural y el instinto de supervivencia de sus habitantes. Aquel alucinado exotismo matérico le procuró pronto prestigio y al enviudar de su mujer le ayudó a refugiarse en el Nueva York de los sesenta de Frank Stella, Rothko, De Kooning, meca del dinero, de la fama y de la bohemia cruzándose con la aristocracia que siempre ha tenido querencia por decorarse de cultura. La fiesta que le permitió descubrir su sexualidad, conocer al arquitecto Fernando Higueras y decantarse por regresar a la verdad que albergaba la naturaleza de su isla.

Dos hombres de pasión creativa e innovadora, desinhibidos de su vida anterior, avalados por la valentía y confianza del gestor político que les brindó el barro pobre, la hostilidad de los bulbosos domos de lava y la rudeza del secano domesticado con el milagro de la arena de rofe. La alquimia con la que entre 1966 y 1974 Manrique transformaría Lanzarote en un mágico laboratorio del que surgió resplandeciente la belleza de los pueblos de cubismo blanco y formas prismáticas con ventanas verdes y azules, según su identidad de interior o de costa, elevados con sigilo o plácidos en su horizontalidad, con techumbres planas para recostar la lluvia y guardarla en aljibes subterráneos. Y la luz siempre, enamorándose de la cal para crear espejismos de oasis en los viñeros de la Geria. La belleza de nuevo, imposible no evocarla en cada enclave en los que Manrique no cejó en detalles a veces inadvertidos: los óculos que crean agujas y ojos de luminosidad y atmósferas; las entradas laberínticas que en los accesos ocultan el hallazgo de la mirada del visitante; los uniformes de los operarios marrones o azules según la naturaleza que los circunda. Sujeto todo a su manera de moldear el paisaje con estética, simplicidad y encantamiento, igual que si fuesen escenarios wagnerianos o de cuento. Le ayudaron sus conocimientos de la arquitectura de Frank Lloyd Wright, Alvar Aalto y de Erik Gunner entre otros maestros del equilibrio de las formas, y también la colaboración con otros arquitectos como Jesús Soto y Eduardo Cáceres, y su sensibilidad para imaginar en las burbujas volcánicas su propia casa con pasillos horadados en el basalto y hábitats para el placer, la soledad o circundar el cielo en estrella. Allí vivió, alternando con su palmeral de Haría, donde yace su tumba bajo girasoles, en lo que hoy es su Fundación con más de 300.000 visitantes al año.

César Manrique convirtió Lanzarote en una utopía de la naturaleza equilibrada, en sosiego, sin cables, torres eléctricas ni agresiones urbanísticas manchando la epidermis de su ínsula. No imaginó que al hombre le ciega siempre transformarlo todo, y más si es la belleza en oro. El hizo una isla del tesoro con turismo para su riqueza y autoestima, y enseguida el dinero y la política tornaron lo hermoso y singular en pesadilla. Lo recuerdo luchador y ecologista denunciando en los ochenta la especulación del territorio, la corrupción administrativa, a los bárbaros de dentro y de fuera saqueando el paraíso del arte en equilibrio con el medio ambiente y sus gentes. El negocio del turismo de masas y su depredación económica que todo lo contamina, lo engulle y lo destruye. Ningún trago de Malvasía le brindó descanso en su batalla contra todos los que traicionaron su Arquitectura inédita para el bienestar de la isla. Qué metáfora que fuese un coche el que le causase la muerte pública, dejando huérfano el land art de Lanzarote.

Su Cabildo y su Fundación lo recordarán a partir del miércoles con numerosos eventos en los que tomarán parte escritores, politólogos, músicos, periodistas, directores de cine y actrices como Manuel Rivas, Victoria Camps, Maru Cabrera, Iñaki Gabilondo, José Luis Guerin y Nuria Espert. También yo a su memoria visionaria y plástica le doy las gracias, por esta isla en la que escuchar el latido del fuego y del mar, que suena a manos de mujer escribiendo al piano la marea de un poema vivace.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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