En el mismo día en el que se publica este artículo estaré impartiendo en Barcelona una conferencia sobre la formación emocional de los docentes en el marco de las XV Jornadas sobre educación emocional, que este año están dedicadas a la formación de los docentes.

En el año 1980 (hace ahora, por consiguiente, casi cuarenta años) escribí un artículo en la Revista Española de Pedagogía titulado La cárcel de los sentimientos. Me refería a la escuela. Al comenzar el artículo, escribía: «Es de temer que se produzca en la escuela lo que Heimann denomina catástrofe de sentimientos. ¿Ignora, inhibe, erosiona la escuela los sentimientos de las personas?». Me refería a los sentimientos del alumnado y también a los del profesorado. Y añadía a renglón seguido: «Esta es la cuestión que deseo plantear en estas líneas. Cuestión que me parece de importancia decisiva. La pregunta básica del quehacer educativo no es tanto cómo llenar mejor y más rápidamente la cabeza de los escolares de los conocimientos necesarios sino cómo conseguir personas equilibradas, más y mejor relacionadas con el otro, más plena y profundamente felices».

Cinco lustros más tarde de aquel artículo, en mi libro Arqueología de los sentimientos en la escuela (publicado en 2006 en Buenos Aires por la editorial Bonum) decía que la institución educativa ha sido siempre el reino de lo cognitivo y pocas veces el reino de lo afectivo. Al entrar en ella se le pregunta tanto al docente como al alumno: ¿qué es lo que sabes? Al salir se les vuelve a formular la misma pregunta: ¿cuánto sabes ahora, cuánto has aprendido? Pocas veces ha existido preocupación por el qué sientes o el cómo eres.

Cuando se habla de estas cuestiones, se piensa casi siempre en la necesidad de que los alumnos y alumnas tengan una formación emocional y no solo intelectual. Y está bien que así se haga. Dice Filiozat en su libro El corazón tiene sus razones: «En el colegio se aprende historia, geografía, matemáticas, lengua, dibujo, gimnasia... Pero, ¿qué se aprende con respecto a la afectividad? Nada. Absolutamente nada sobre cómo intervenir cuando se desencadena un conflicto. Absolutamente nada sobre el duelo, el control del miedo o la expresión de la cólera». Pero se piensa pocas veces que, para hacer esa formación, tiene que existir un docente que sepa, quiera y pueda llevarla a cabo.

Es importante la formación emocional del profesorado por tres motivos. El primero tiene que ver con la vida y la historia del propio docente como persona y como profesional. Nadie puede ser feliz si no se acepta a sí mismo, si no es capaz de reconocer las propias emociones, de expresarlas y compartirlas, si no reconoce las emociones de los demás€ He dicho más de una vez que no hay señal más clara de inteligencia que desarrollar la capacidad de ser felices y de ser buenas personas. El segundo porque el docente es miembro de un equipo en el que hace falta formular fines compartidos y desarrollar actitudes cooperativas. La escuela no es un sumatorio de clases particulares. Es un proyecto colegiado que hay que llevar a la práctica a través de la acción. Y la acción compartida requiere actitudes empáticas, capacidad de diálogo y de negociación, habilidades sociales, cercanía emocional... El tercero tiene que ver con la naturaleza de la tarea que ha de realizar en la escuela y en las aulas. Decía Gabriela Mistral: Si no eres capa de amar, no puedes dedicarte a la enseñanza. Hay que ser capaces de despertar una disposición emocional hacia el aprendizaje y eso requiere tener competencia emocional.

Cuando el constructivismo plantea los requisitos que son necesarios para que se produzcan aprendizajes relevantes y significativos, dice que hace falta una estructura lógica interna de los mismos, una estructura lógica externa que permita conectar con lo que sabe el aprendiz y, además, una disposición emocional hacia el aprendizaje. Si esta disposición no se produce, tampoco habrá conocimiento relevante y significativo. Solo aprende el que que quiere. Dice Emilio Lledó: la profesión docente gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña. Yo digo muchas veces que los alumnos aprenden de aquellos docentes a los que aman.

Pues bien, ¿qué se hace en la formación inicial al respecto? Prácticamente nada. Se procura formar en competencias y destrezas intelectuales (absolutamente necesarias), pero no se tiene en cuenta la formación emocional. Cuando se habla de las competencias de los docentes se suele hacer una triple división: competencias relacionadas con el saber, con el saber hacer y con el saber ser. A mí me gusta incorporar una cuarta dimensión: competencias relacionadas con el sentir. Entre ellas incluyo la capacidad de conocerse y aceptarse a sí mismo, de reconocer y expresar emociones, de compartirlas, de escuchar activamente, de dialogar y negociar, de tener empatía, de ser resilientes...

Tampoco se tiene en cuenta la dimensión emocional en el proceso de selección. En ese momento se evalúan solamente los conocimientos disciplinares y, en el mejor de los casos, los conocimientos didácticos. Nada respecto al ser y al sentir.

Esta formación (inicial y luego durante el ejercicio profesional) ha de tener algunas características: debe ser intencional, sistemática, progresiva y rigurosa. Lo cual quiere decir que no se puede circunscribir a iniciativas aisladas y dispersas, ocasionales y asistemáticas. Una parte se puede implementar en el curriculum de forma transversal, otra a través de algunas materias, talleres y experiencias de contenidos específicos progresivamente enriquecedores y y una tercera consistente en incorporar a algunas materias esta dimensión básica de la persona. Dos ejemplos. He impartido la asignatura de Dirección de Centros. Pues bien, en ella los alumnos pidieron incorporar un tema sobre los sentimientos de los Directores y las Directoras. Me pareció fantástico. Para ello tuvieron que observarlos y entrevistarlos en los centros e invitar a algunos al aula para analizar con ellos esta cuestión. En la asignatura de Evaluación de los aprendizajes, incorporé un tema sobre los sentimientos de los docentes y de los alumnos en los procesos de evaluación. Algunas de estas experiencias aparecen en mi libro Evaluar con el corazón, recientemente publicado por la Editorial Homo Sapiens de Rosario.

En la Universidad Mayor, que tiene sede en Santiago de Chile y en Temuco, participé en un proyecto titulado «Buen profesional, profesional bueno». Sabido es que no es igual que el adjetivo se coloque antes o después del sustantivo. No es igual un preso político que un político preso, de la misma manera que no es igual un desnudo griego que un griego desnudo. Lo que pretendía el proyecto era no solo tener buenos médicos sino médicos buenos, no solo formar buenos ingenieros sino ingenieros buenos... ¿Qué decir de los docentes? Una de las cuestiones más incisivas del proyecto se planteó no con los objetivos o los contenidos de esta formación sino con los procesos de evaluación de estas dimensiones. Concluimos que por el hecho de que no pudiera cuantificarse lo conseguido no podía dejar de evaluarse. Porque evaluar, a mi juicio, es comprender y mejorar, no medir.