El fútbol, ahora omnipresente en plataformas, televisiones, ordenadores y móviles, antes casi no se veía: se escuchaba. La voz de los locutores era el modo en que se transportaban a la inmensa mayoría de las personas las emociones del juego. Esta fórmula, incomprensible e incompleta (imagino) para la chiquillería actual, resultaba ideal para nosotros: poner el partido era situarse ante el transistor y dejarse llevar por la narración del comentarista, salpicada de anuncios de tiendas locales. Lo máximo a lo que podía aspirar un aficionado al Málaga eran los resúmenes del domingo por la noche, que en muchas ocasiones, no sé por qué, colocaban en último o penúltimo lugar, y en los que se solían poner los goles del partido y alguna que otra ocasión marrada. La mayor parte del tiempo de aquel Estudio Estadio era, para variar, para los partidos del Madrid y del Barcelona.

Claro que estaba la otra opción: ir al estadio. En las ofertas usuales de ocio de aquellos años, que en comparación con las actuales eran tan escasas como anheladas, asistir a la Rosaleda era algo excepcional, casi sorprendente. Los planes habituales de los domingos por la tarde se centraban más en el campo que en un campo de fútbol. No nos quejábamos, corretear entre árboles y coger naranjas, moras o higos era algo estupendo: lo de ir al fútbol un domingo sí y otro no era algo que, sencillamente, no entraba en la logística acostumbrada. Supongo que más de una persona que lea esto habrá tenido padres más futboleros, pero pienso que la casi totalidad de quienes hayan vivido su infancia así habrán sido más de paellas campestres que de bocadillos en las gradas de la Rosaleda. Además, la decisión de ir a ver el fútbol era algo que estaba más allá de nuestra esfera, correspondía a nuestros padres, de tal forma que se nos hubiera antojado extraño e inadecuado pedirlo: eran tiempos en los que, por lo general, se aceptaba lo que había y se disfrutaba con lo que se podía, sin plantearse reivindicaciones ni exigencias. El ocio era más sencillo y de menos alternativas, por entonces la oferta al público infantil aún no entraba en los planes de economistas y estrategas del beneficio, más allá de los quioscos de chuches y los tebeos.

Así pues, cuando era pequeño, acudía al fútbol porque mi padre me llevaba: oye, que mañana voy con los críos a la Rosaleda. Vale, decía mi madre. Ni yo ni mis hermanos contábamos ni nadie nos preguntaba. No elegía ir, pero jamás se me ocurría decir que no, como solía hacer cuando tenía que zamparme un plato de lentejas (mira que era puñetero, con lo que me gustan ahora) o me forzaban a darles un beso a parientes desconocidos. Ir al fútbol o al cine eran órdenes que cumplía con agrado, devociones tan obligatorias como deseadas.

Claro está que ir al estadio distaba en gran medida de la parafernalia de ahora: no había tienda oficial del club y uno iba vestido arreglado pero informal, como decía la canción, con pantalones de batalla para sentarse sobre el cemento; sí, en gran parte de las gradas no había asientos, y lo de alquilar una almohadilla para un peque no se le ocurrió jamás a nadie. Lo que siempre me impresionaba más era el chutazo tremendo de verde puro que me entraba por los ojos. Aún sigo pensando que es uno de los aspectos más llamativos de un estadio de fútbol. Eso y el ambiente festivo de la muchedumbre, los comentarios de los aficionados, las jugadas bonitas.

Entonces, primero lo oía. Luego, lo veía entre el público, vestido de blanco como una aparición. Se acercaba. Pero no lo suficiente: cuanto más cerca estaba, más se tenía que detener. Por fin, proclamaba a nuestro lado: «Ayyy, que llevo la rica avellana, las pipas, las patatas€».

Yo en esos momentos, más que espectador, era expectación: analizaba cada reacción de mi padre. Y eso que siempre nos compraba, pero una vez tras otra temía que en esa ocasión no lo hiciera.

Y cuando crujía en mi boca la primera avellana, era el niño más feliz del mundo.