Apenas empieza junio y ya se ven en los suelos sombras impresas con todo el tóner de una generosa luz estival; nítidas, duras y negras, se estiran en las aceras recreando figuras y movimiento. Por las calles y entre las paredes de las casas ya se escucha el coro de voces de niños que afinan sus gritos anticipando los juegos y nuevas experiencias que saben seguro que les traerán los próximos meses.

Uno crece de verano en verano. Igual que envejece de invierno en invierno. Las playas de la ciudad alicatadas de toallas cubren de colores la monótona arena mientras montones de decididos bañistas se tiran al agua fría envalentonados por el calor que les espera fuera. Su piel tiene el color de las primeras veces y todavía reina el blanco fuera de los límites de los bañadores.

Por el paseo marítimo la manada de bicis se vuelve ya numerosa y atraviesa como puede el río de gente que se dirige a un lado y a otro de la costa. Los chiringuitos empiezan a llenar sus mesas y el humo de las barcas anuncia el célebre sabor de su cocina convenciendo al hambre de cualquiera. El calor de mediodía saca del armario la ropa más ligera, y nos lanzamos a la calle con ella, pero en las oficinas el aire acondicionado baja las temperaturas y sube los temperamentos en las disputas por el mando. Que si unos grados arriba, que si mejor abajo, que si se enciende o si lo apagamos. Nadie encuentra nunca el punto de acuerdo entre muchos. En eso todos nos hemos vuelto expertos.

Quedan todavía semanas para que acabe esta discreta primavera, pero el verano se asoma con fuerza a ciertas horas del día, parece que cada vez viene con más prisa a enseñarnos sus dientes de fuego, incluso ya muerden sus mosquitos en las horas de sueño.