Con su garbo habitual y en patinete eléctrico mi alcalde se cuela por dentro de mis sueños. Empieza a ser habitual verlo, a la velocidad generalizada con la que se conducen, recorrer el paraíso peatonal en el que ha convertido nuestra ciudad invitándome con una sonrisa al disfrute de la imparable moda de vivir motorizados en una Málaga en la que la movilidad sostenible es un negocio de crucero. De hecho, la empresa Uber acaba de soltarnos en nuestras abarrotadas calles 250 patinetes salvajes. Más jinetes sin camiseta, enlazados por la cintura del amor en equilibrio, y más turistas colonizadores -en esta nueva capital de aquella África de los cincuenta donde todos hacían (y hacen) lo que las leyes les impedían en sus países-. Lo mismo los coterráneos que desconocen lo que supone dignificar la condición de ciudadano; los trabajadores espoleados por las exigencias del horario, y los ejecutivos a los que se les despeina la corbata en sus cabalgatas de juventud recuperada. Estos son los perfiles, junto con los adolescentes en carrera por llegar antes al futuro y darse la vuelta, dominantes en esta ciudad en la que este boom de la movilidad sostenible ha excluido al peatón de siempre. Personas mayores, serenas en el paso, transeúntes del placer de caminar, despistarse y hacer de las aceras un punto de encuentro, padecen hoy en el centro histórico, en el Palmeral de las Sorpresas y en otras vías a pie de la vida, el estrés de evitar no ser arrollados o increpados -colecciono adjetivos descalificativos de estos nuevos "flaneurs"- y la duda de por dónde deambular ante la inexistencia de un carril a salvo del acoso. Es doloroso aceptar que nuestra movilidad no sólo no es sostenible sino que nos han empujado a los peatones a vivir por encima de nuestras posibilidades.

Estoy a favor del transporte ecologista. Tengo muchos amigos que circulan respetuosamente en bicicleta desde la época en la que hacerlo era signo de precariedad económica, y rebeldía progresista. En Ámsterdam y en Copenhague he disfrutado de sus trazos acotados y generosos que las cuzan, y donde las zonas peatonales son para vehículos de dos piernas que sólo tienen que esquivar a quiénes andan ensimismados dentro de la pantalla de sus móviles. En cambio aquí, tres bicicletas y un segway -de momento de los hoverboard me he librado- llevo en mi cuerpo accidentado por no haber hecho el conveniente stop de la supervivencia en la esquina entre Vélez-Málaga y Reding. Las Bermudas de mi barrio por las que fluyen, igual que el viento afilado del invierno, caballistas de la velocidad, extranjeros, de todas las edades en contrarreloj con bajada desde Palmeral, y que enfilan sin preocuparse por la convivencia peatonal hacia la nueva gran plaza de La Malagueta. El enclave remodelado en los recientes días electoralistas -qué mona la plaza ahora, opina la presidenta de la Asociación de vecinos a los que nunca convoca a debatir lo que el ayuntamiento decide sin ellos- cuya anchura y enlace con los paseos marítimos incrementa la felicidad de ciclistas y patinadores. De nada se ha tenido en cuenta el perfecto y muy utilizado cambio de sentido de tráfico que ofertaba su rotonda. Tampoco el plácido tránsito a la vera del mar, en equilibrada coexistencia con los corredores madrugadores o del atardecer. Su paisaje es ahora una sobrecargada pista de ciclistas, patinetes y Segway en pandilla, en onanismos de velocidad, en meandro juguetón como si los viandantes fuésemos balizas móviles que sortear en su ocio, libre de los límites establecidos por un carril; muchas veces no respetado y en tantos tramos inexistente.

Precisamente la obra que debía haber acometido el Ayuntamiento en este barrio -además del un necesario acceso hasta la orilla para sillas de ruedas y el arreglo de la infestada y rota calle San Nicolás- de edificios antiguos sin garajes, con la playa en vecindad y donde ha suprimido más de sesenta aparcamientos públicos. Sublevados están los vecinos que encima comprueban a diario cómo el ensanchamiento peatonal (habría que sustituir esta palabra por otra que tradujese mejor las medidas que conlleva la manipulación de su antiguo significado) ha favorecido que se haya transformado rápidamente en un enorme parking de patines eléctricos y bicicletas de alquiler. Vehículos aparcados hitchcocknianamente a las puertas de las viviendas -también a veces dentro de los portales- y abandonados como fantasmas sin jinete allí donde se cansó la tiranía veloz de lo incívico y de quienes se esparcen de paso. Especialmente la pasada madrugada en la que la playa celebró la Noche de San Juan que sin hogueras -su prohibición priva de sentido el simbolismo atávico de la fiesta- se convirtió más todavía en un salvaje botellón. Por tercer año consecutivo los informativos de televisión mostraron la iluminada felicidad pagana de la gente disfrutando de las fogatas en el Levante, y de su resaca de basuras y "cadáveres" humanos fue Málaga sin rescoldos de ceniza la imagen en prime time.

Cada día me pregunto en qué están convirtiendo el envés de la Málaga de los museos, y no comprendo la manera en la que se gestiona y oposiciona mi ciudad. Pienso si no hubiese sido más lógico optar en San Juan por colocar pequeñas unidades de bomberos abarloados a la playa y destinar alguna presencia de policía local a mantener la racionalidad del ritual del fuego. Me irrita que el Ayuntamiento se lave las manos dictando normas y señales para el culto a la velocidad sobre dos ruedas y no vele por su cumplimiento. Tampoco el que no oferte un concurso para que sea sólo una empresa -y no una competición colonizadora- la que explote bien regulado el alquiler de patines ni que les exija que, debido a la tecnología que controla el pago de su utilización, multe a los usuarios que en lugar de aparcar en las zonas establecidas los desperdigue allí y allá dónde les viene en gana. Incluso el jueves pasado dentro del gimnasio al que el acudo y también el alcalde. Y mucho menos que no se tome el ejemplo de otras administraciones que están solucionando estos temas y aquellos que nos convierten en rehenes del turismo. Madrid, Bilbao o Barcelona, donde se han prohibido estos vehículos en zonas peatonales, y donde se ha puesto coto al desafuero de las viviendas turísticas que devoran las comunidades de vecinos y los centros históricos. Enfrentando a unos, expulsando a otros. Mi sensación es que nuestros políticos no gastan sus zapatos reconociendo la ciudad, ni conducen sus coches por los absurdos recorridos que imponen. Sin prejuicio venden el alma de la identidad cultural de su paisaje mediterráneo y su singularidad la venden a franquicias despersonalizadas. Las próximas se intuyen con ese proyecto que proponer modernizar los chiringuitos de El Palo y crear después, sin duda, otro Muelle de restauración y tiendas para el turismo de 5 estrellas, que tanto se ansía y nunca llega. Nuestra opinión no cuenta. Sólo somos figurantes de imperativas decisiones y sus escenarios temáticos para el turismo. Qué añoranza de una voz firme, cada vez más necesaria, de una sociedad civil que piense, aúne, se manifieste y combata.

La última demostración del depotismo político ha sido su auto subida de sueldos en un 20%, alegando que sus nóminas andaban bajas desde la crisis. También lo están, y mucho más, las de la gran mayoría de los ciudadanos que no están en paro. Y aunque reconozco que nadie entra en política por vocación de servicio, por hacer posible otro modelo distinto de ciudad, -y eso también Dani Pérez tiene que ver con la agresión de la oscura operación del rascacielos hotel del puerto con el que tantos andan cegados, manipulados o con la mano dispuesta a hacer caja- me parece un deplorable ejemplo que haya sido lo primero en llevarse al pleno. Más aún cuando ninguno de los partidos ha querido llevar públicamente la voz reivindicativa ni la comunicación de su acuerdo. La vergüenza a veces pesa. Poco futuro y mala memoria conlleva no escuchar las voces de quiénes no ejercen de palmeros y argumentan con solvencia. Les ayudaría a reflexionar acerca del depotismo que entrega esta ciudad del paraíso al overbooking del turismo y a los arrebatos verticales del dinero que todo lo consensua.

Cada día recuerdo más la "Roma, peligro para caminantes" de Rafael Alberti. Saque el patinete de mis sueños y léala querido alcalde, verá que Málaga ya no es la vida de un poeta. Qué dolida pena.