Siempre pensé que el pintor de las palomas, el padre de Pablo Ruiz Picasso, era un tipo taciturno y andariego que revoloteaba en cada esquina buscando observar, cómo sólo podían hacerlo los pintores de esa familia, a esos animalitos alados que hoy se han convertido en un problema de salud pública en muchas ciudades. Uno tiene ideas preconcebidas. También sabía algo, como si fueran ideas inconexas y peleadas entre sí surgidas de una digestión cultural mal hecha, en relación a que el siglo XIX malagueño fue el marco que acogió una explosión cultural y pictórica en la ciudad del paraíso, que diría Aleixandre, pero no conocía, desde luego, ni su profundidad ni su valor. Cuando he visitado el cementerio de San Miguel, me sonaban las tumbas ilustres de Joaquín Martínez de la Vega y al pasar junto al edificio que acogió la Escuela de Bellas Artes, algún amigo, casi siempre uno cuyo rostro ha borrado el tiempo, me comentaba la ubicación de esa institución en el vetusto inmueble. Hace unos meses, cuando se presentó el telón de boca que Bernardo Ferrándiz ejecutó en 1870 para el Teatro Cervantes, conocí la figura de este pintor valenciano que vivió en Málaga sus mejores y peores años en una centuria embebida en el romanticismo de paisajes y escenas costumbristas, aficionada a las asonadas militares y preocupada por que las clases privilegiadas pudieran mantener su estatus a costa de la depauperada clase trabajadora, cuyos anhelos jamás encontrará usted escritos en ningún libro si no es para sacar a relucir las ansias legítimas de revolución, un cambio social que subiera su nivel de vida y les permitiera existir con dignidad. En eso andamos hoy día. Digo todo esto porque mi conocimiento del diecinueve malagueño era más bien superficial y uso el pasado porque estos días cayó en mis manos el libro Un invierno en el paraíso (Ediciones del Genal), de la profesora y columnista de esta casa Lola Clavero. En este maravilloso trabajo, Clavero retrata con precisión admirable y un lenguaje propio de la época la vida de Bernardo Ferrándiz, ese pintor que fue profesor y luego director de la Escuela de Bellas Artes, que depósito en Moreno Carbonero y otros chicos de la época sus sueños de que los hijos de las clases populares también pudieran ser artistas, que dejó trabajos memorables y que aquí en esta ciudad que en tantas ocasiones es una madrastra conoció la gloria, primero, y la más abyecta de las sinrazones, después. Clavero cuenta las cuitas de Ferrándiz con la Academia de Bellas Artes, a la que siempre andaba pidiendo dinero y medios para formar adecuadamente a sus alumnos; relata sus relaciones con otros pintores como Martínez de la Vega, el Velázquez malagueño, la difícil personalidad del propio Ferrándiz, arrolladora y explosiva, o las andanzas de tantos y tan grandes pintores, periodistas y escritores, reunidos en tertulia en la finca que el valenciano tenía en Barcenillas. Más allá de la pintura de ambientes que, con mucho acierto, dibuja Clavero, cabe destacar el magnífico trabajo de documentación y la forma de contar, deliciosa y tranquila; una prosa líquida que anega al lector desde el principio, que vivirá con Ferrándiz sus mil y un nacimientos y muertes y conocerá de primera mano las estrecheces económicas y éxitos de los artistas malagueños, así como la ingratitud de una ciudad, o mejor dicho, de las fuerzas vivas de aquella capital provinciana y peligrosa, hacia quienes soñaron con un futuro mejor para todos los malagueños. Se lo dije en privado y lo digo aquí: Lola Clavero va a ser recordada por este libro igual que lo es Ferrándiz gracias a tan magnífico trabajo. ¡No se lo pierdan!