Cada viaje tiene su mapa y su bitácora. El primero consta de una guía de bolsillo con la ciudad definida por especialidades, y cada cual su ruta. Hay también quien les suma una enriquecedora carpeta impresa con información más exhaustiva y con las entradas ya adquiridas para los espacios emblemáticos y evitar colas. Lo segundo lo cumple menos gente, y aunque todos hacen recuento de su viaje con el móvil y selfies con localizaciones de fondo, son pocos los que registran la experiencia de la travesía en una libreta, como guía para quiénes después eligen el mismo destino. Viena pongamos por caso en este viaje donde huyendo del terral inhabitable de Málaga se topa uno con el verano imprevisto en el hogar de Mozart con fama de escénico invierno blanco.

El viaje comienza en esos no lugares llamados aeropuertos que, el de Viena es un excelente ejemplo, son kilométricos centros comerciales diseñados para caminar, caminar y caminar; entrenamiento previo quizás para el viejo perfil que gusta de disfrutar andando, en tranvía o en metro, las ciudades a explorar. Pero antes de llegar hay que hacer fila frente al embarque de compañías aéreas en las que la elección de pago de Priority tiene ya más cola que la normal. Bajo el término inglés en mostradores españoles y que muchas personas podrían desconocer, los viajeros parecen aceptar las tácticas de estas compañías low cost. Dos de las más habituales son embarcar a la hora prevista para tenerte después, sin explicación alguna, retenido el tiempo que haga falta en el túnel que conduce a la entrada del finger o en las escaleras y hall cerrado de salida a pista, en espera de que llegue el autobús. No sólo se pierde así el Priority al mezclar a los diferentes pasajeros en el interior del vehículo, sino que el retraso del vuelo pasa estratégicamente desapercibido a las exigencias legales del cumplimiento del horario. Peor aun cuando se produce también dentro del avión. Sentados, inquietos, sin información puntual, con el único antídoto de las azafatas y azafatos entrenados en la perfecta educación de la sonrisa que promete felicidad en las nubes. El cliente ha dejado de tener la razón: ahora es la empresa la que siempre la tiene. Y si no te jodes.

Viena, una joya de música y arte. Patrimonio de la Humanidad. Suficiente atractivo para la convicción del viaje que después de aterrizar prosigue por los interminables pasillos, el transfer del tren y el metro posterior que desembarca al viajero en el corazón de una ciudad que empieza a derretirse bajo un dorado sol sobre anchas avenidas de espectacular arquitectura. Da igual la StraBe o el punto en el que usted decida preguntar, si es uno de los poco románticos que quedamos y le gusta preguntar en lugar de seguir la estirada mano del móvil con su brújula google maps, sin mirar nada más que la pantalla. Lo primero que descubrirá es que no tiene a quién hacerlo. Todos son turistas. Igual que en el centro de Málaga en horas punta, y los que no, al igual que aquí, transitan veloces en patinetes por su carril adecuado, y aún con más peligro, las bicicletas. Ellas y los coches gozan de absoluta prioridad frente a los peatones que han de circular avizores y estresados, con breves intervalos de tiempo para cruzar sus avenidas. Pena me dio contemplar a un señor con una muleta intentando alcanzar la acera opuesta por dos veces, sin llegar en ninguno de sus esfuerzos a dar más que a unos pasos para enseguida darse la vuelta entre claxons y manos airadas de los runners sobre dos ruedas. A pesar de todo, el visitante que pone su aventura en esta espléndida ciudad en la que cualquier esquina alberga Mozarts de todas las edades ofreciendo conciertos, llega a las puertas de tres enclaves históricos que simbolizan la grandeza del Imperio Austrohúngaro. Empecemos por el Palacio de Belvedere, construido por Johann Lukas von Hildebrandt - arquitecto de otros imponentes edificios y palacios como el de Hofburg- que contiene una impresionante colección de 24 obras de Gustav Klimt. El Beso, pintado en 1908 y símbolo universal del amor y del poder de seducción del artista que en esta pieza se dispone a enlazar por la cintura los labios de Emilie Flöge, está reproducido en grande en el hall de acceso al Palacio. Entenderá porqué cuando al llegar a la sala encuentre varios grupos de turistas asiáticos cada cual detrás de su selfie, sin que ninguno se quede rezagadamente Stendhal en el maravilloso salón dorado de los espejos, o ante las pinturas de Hans Markat. El autor de la Cabalgata de disfraces y carrozas en celebración del vigesimoquinto aniversario del matrimonio imperial y que él mismo encabezó en un caballo blanco.

La joya de la oferta turística de Viena es el Palacio de Schönbrunn con más de 1.000 habitaciones, y sus jardines, con 1,2km de largo y 1km de ancho, y un bellísimo laberinto en el corazón del considerado Versalles austríaco. Un enclave de magnificencia en el que el turismo se multiplica en masa a lo largo de lujosas estancias en las que uno entra en la intimidad de la Historia de otras épocas, igual que un polizonte de futuro entre los fantasmas del pasado que allí se amaron, discutieron, dieron su firma a numerosos episodios de acuerdos de paz y de batallas. Es fácil desmayarse sobre la finura y delicadeza de objetos y de muebles, a causa de la falta de aire acondicionado y del paso levítico de los adictos a las audio guías que todo lo colapsan incondicionales del gran icono de Austria, la hermosa emperatriz Isabel de Baviera. Es en el Palacio Imperial de Hofburg, que tanto detestó ella, sede de los Habsburgo durante 600 años y con el peso regio de la gran archiduquesa y soberana Maria Teresa, madre de María Antonieta de Francia, donde se han inventado un Museo Sissi para turistas con estrechos y oscuros pasillos taponados por apiñados y curiosos oídos y ojos que todo lo quieren saber del mito que tres veces inmortalizó en el cine Romy Schneider. Sus cartas, las fotografías, sus trajes de seda y estrellas, su abanico de cuero, su dormitorio, el baño moderno y la cisterna del váter que mandó hacer, el gimnasio privado para mantener en forma su vigorexia y su donaire inaccesible. Las huellas sentimentales y de dolor de la mujer a la que nunca dejó de amar el Emperador Francisco José I -su enorme retrato presidiendo su escritorio político- a pesar, o quizás por ello, de su independencia y su espíritu rebelde y culto, apasionada por Grecia y el mediterráneo que recorrió en su Miramar de vapor leyendo a Hegel y a Heine. Son menos a los que les interesa la majestuosidad de los salones imperiales y sus tesoros como sus acristaladas arañas de Bohemia, sus espléndidos estucos, las estufas de porcelana, los salones japoneses o la rica variedad de cubertería y vajilla imperial entre la tradición y una sorprendente e innovadora modernidad. Menos mal que de vez en cuando las salas ofrecen pequeños ventiladores espejo para aliviar el calor, el olor a humanidad y los suspiros rococó.

Algo de palacio tiene sin duda en Viena su Teatro de la ópera cuyos dos arquitectos, Eduard van der Nüll y August Sicard von Sicardsburg, fallecieron con unas semanas de diferencia, el primero por suicidio, el segundo de un ataque al corazón. Dramas simbólicamente apropiados para el alma y la grandiosidad del templo de la música que se inauguró en 1869 con el Don Juan de Mozart y que desde 1877 acoge en febrero el Baile de la Ópera en el que 160 parejas jóvenes bailan, de blanco dama y de negro caballero, el tres por cuatro de la polonesa del comienzo con la que escenifican su presentación en la sociedad vienesa. En sus suntuosas escalinatas de acceso posan los españoles que aguardan el inicio de la visita guiada -el salón del té de Francisco José, el dedicado a Mahler, a Bartok, y a von Karajan entre otros maestros, las bambalinas del imponente escenario- saltándose los tensores y sin guardar orden, mientras ordenadamente educados esperan los ingleses, rusos y alemanes. Por ellas subirán en 2020, elegantes y de calle por diez euros gozar del ballet o de la ópera de pie, los amantes de Fidelio de Beethoven y de Un baile de máscaras de Verdi. No sin antes un refrigerio en el lamentablemente modernizado café Mozart en cuya terraza Graham Greene escribió El Tercer Hombre y donde no siempre el servicio se gana el diez por ciento de propina que exigen junto a las mesas. De los viejos cafés con atmósfera, de la arquitectura urbana y de los museos maravillosos y su vanguardia, les contaré el próximo domingo en la cara de Viena. Su cruz ha sido esta bitácora turística del viaje que siempre termina en el aeropuerto de Málaga con la gente aplaudiendo en alto el aterrizaje.