Cada noche, cuando la verja se cierra tras el último visitante del Jardín de la Concepción, las ninfas abandonan la espesura y se entregan a sus danzas lúdicas, a resguardo ya de las miradas de los humanos. Desde la antigüedad es sabido que todo jardín que se precie alberga en su seno una cierta población de estas deidades, por lo que uno de la talla de éste debe de tener su censo muy nutrido.

Hace poco, la fiesta de las ninfas de La Concepción tuvo un carácter particularmente jubiloso: náyades y dríades emergieron de los estanques y descendieron de las copas de los árboles con ánimo de celebrar el regreso a casa de la estatua del Tritón Niño, tras una prolongada ausencia durante la cual fue devuelta a su esplendor por la empresa de restauraciones Quibla. Entrelazaron sus manos para formar un corro bajo la luz de la luna en torno al recién retornado y su fuente y bailaron hasta el amanecer, mientras las ranas entonaban su canto sobre las hojas flotantes de los nenúfares.

(Esta es, por cierto, una cierta idea de Málaga en la que algunos nos gusta recrearnos y que disfrutamos mostrando a nuestros visitantes: un edén junto al mar de raíces muy antiguas cuya memoria se respeta y se cultiva, un acogedor lugar ameno que no por serlo deja de mimar sus tesoros más preciados).

Pero la fiesta de las ninfas tuvo un mal final. De golpe, el siglo XXI se desplomó sobre tritón, náyades, dríades, ranas y nenúfares, en la grosera forma de camión de reparto de una empresa de eventos. Nuestras sensibles amigas huyeron despavoridas y no se las ha vuelto a ver por allí; habrán buscado refugio en un lugar menos bullicioso, quizás otro vergel más sereno y propicio para sus caracteres sensibles y reservados.