Greta Thumberg, de 16 años, es hoy la cara visible de la lucha contra el cambio climático. Ha dejado de ser niña para convertirse en un icono, como antes lo fueron el sol sonriente de «Nucleares, no gracias» o la cara feliz del «Don´t worry, be happy».

La diferencia es que la niña Greta es un icono triste, a veces incluso enfurruñado, que ni siquiera parece alegre cuando ríe. La niña sueca de las coletas contrasta con quien fue otro icono para toda una generación: su compatriota Pipi Calzaslargas. La heroína, creada por la escritora Astrid Lindgren, y universalizada por la televisión, era todo lo contrario de Greta. Pipi no paraba de reír, de enseñar sus enormes paletas en rompan filas escapando de su boca, de hacer trastadas, en suma, de ser niña. La muy noble causa de Greta merece todo el apoyo, pero ya han empezado a surgir voces críticas dentro de los propios ecologistas.

Hay quien considera que centrar la lucha verde en una persona tan llamativa desvía la atención del verdadero problema. De hecho, los medios hablamos más de la niña que de su mensaje. La pasada semana, el escritor y filósofo Julian Baggini lo explicaba en un artículo en The Guardian: «Greta aparece en los periódicos prácticamente todos los días -escribía-, y aunque reconoce que la crisis medioambiental no trata sobre ella, irónicamente todo sigue girando a su alrededor. Eso, al final, distrae de lo verdaderamente importante». Es impensable que detrás de Greta no haya una organización, un consentimiento familiar, unos adultos que dirigen sus movimientos y sus palabras.

Alguien la ha expuesto al juicio de la opinión pública mundial sin pensar que se trata solo de una niña. Y, claro, una vez más los depredadores ansiosos de carnaza no han tardado en cebarse con ella: perturbada, rara o repelente ha sido lo más suave que ha tenido que oír de sus detractores, Incluso ha habido quien se ha mofado de su diagnóstico médico: TDAH (Trastorno de Déficit de Atención), autismo tipo Asperger, mutismo selectivo y trastorno obsesivo compulsivo. Resulta cuando menos preocupante, por mucho que ella, valiente, sostenga que no son síntomas de una enfermedad, «sino una condición». Defensores y detractores parecen haberse olvidado de que Greta es solo una niña. Comenzó su activismo público en agosto del año pasado con solo 15 años y hoy es una estrella mundial.

Si fuera española, le pixelaríamos los ojos para proteger su intimidad, de acuerdo con la ley promulgada para evitar que los padres se aprovechen de los menores. Cada vez que uno ve actuar a Greta Thumberg, se acuerda indefectiblemente de los niños prodigio del NO-DO: Joselito, el pequeño ruiseñor, que empezó a cantar en público con siete años; Marisol, que debutó con 12; o el ajedrecista Arturito Pomar, quien también con doce hizo tablas en Gijón con el campeón del mundo. Las dotes de todos ellos están fuera de toda duda y no hay nada de malo en fomentarlos. Lo que ya no está tan claro es que los mayores nos aprovechemos de sus talentos para convertirlos en mascotas, en banderas de nuestras causas, por más nobles que estas sean. Dejemos a los niños que vivan su infancia, a los adolescentes que vivan su pubertad, porque, de lo contrario, corremos el riesgo de convertirlos en juguetes rotos. Ojalá no sea el caso de Greta. Ni siquiera la lucha contra el cambio climático merece el sacrificio de un niño.