El primero en perder los nervios en las últimas horas antes de la probable vuelta a las urnas fue Albert Rivera. En su apertura hacia la abstención hay un reconocimiento de que con el giro de abril llevó al partido a un callejón sin salida. Ciñéndonos al retrato de Núñez Feijóo -un reproche a todos los nuevos líderes, incluido el de su propio partido- de esta generación de adolescentes a los mandos de un Ferrari obnubilados por la demoscopia, Rivera se muestra el más vulnerable a las encuestas. Solo a los sondeos cabe atribuir la ruptura táctica que desnaturalizó a Ciudadanos y ellos anticipan que las elecciones de noviembre harán aflorar el inmenso error de su cabeza visible, que es la única que queda después de arrasar con los discrepantes. El nuevo cambio del giróvago Rivera es el movimiento del canguelo. Las condiciones que reclamaba para abstenerse tienen la inconsistencia de una excusa y sería capaz de abrir la puerta a Sánchez sabiendo de antemano que nunca llegarán a cumplirse. Hay constancia de ello porque ya lo hizo con Rajoy en 2016. Pero ese movimiento sirve también para recolocarse ante la repetición de comicios, lo que anticipa que, incluso aunque en noviembre los resultados fueran muy similares a los de mayo, las pérdidas llevarían a Ciudadanos a suavizar su posición respecto a Sánchez, al que ahora no quieren ni ver en las citas institucionales. El líder del PSOE confía en que la vuelta a las urnas traiga ese cambio cualitativo, que agriete los bloques, a sabiendas de que el cuantitativo será pequeño porque el electorado español no se caracteriza por las oscilaciones drásticas. Sánchez está embarcado desde mayo en un juego de dominio, con el que, por la vía de buscar las condiciones más óptimas para su desenvolvimiento, quiere minimizar los riesgos de gobernar. La pretensión resulta aceptable mientras no se dilate en el tiempo hasta alcanzar el punto, como ocurre ahora, en que la pretensión de eludir la incomodidad de un Gobierno en minoría supone estresar al país con una vuelta a las urnas y prolongar durante meses la incertidumbre y la interinidad. Eso ya es jugar con el país. Sánchez reproduce la dinámica impuesta por Rajoy en 2016, con la que él rompió a costa de un drama personal y político. Con la reproducción de ese juego pierde los réditos morales de entonces y siembra la duda de que como gobernante sea capaz de hacer algo distinto de aquel al que desalojó. El del resistente de manual no es un juego solitario, requiere de contrincantes colaborativos. Pablo Iglesias contribuye con una carencia de inteligencia política que enmascara con la teatralidad y los golpes de efecto. El día que vuelva a la docencia universitaria podrá proponer como tema práctico a sus alumnos el análisis de una formación que tocó poder institucional en un ascenso vertiginoso para perderlo después al mismo ritmo. De los sucesivos errores de Iglesias, los externos y los internos, está hecha la merma de su partido. Su liderazgo no se sustenta sobre su visión estratégica sino sobre otros factores, también el de la exclusión del discrepante, que ahora hacen que la respuesta final de Podemos sobre la investidura sea una decisión personal, o quizá familiar. La aportación de Pablo Casado es una enorme contradicción. Su disposición a llegar a pactos de Estado con el PSOE choca con su nula intención a dejar que gobierne, todo por efecto de la disputa del espacio de la derecha con Ciudadanos, una presión que ni siquiera el cambio de Rivera y su encuentro de ayer consiguieron rebajar. Y así sigue el juego.