Hay cosas que se ponen de moda. El aloe vera, por ejemplo. O el aceite balsámico, churreteando platos. Ahora tenemos el relato. Todo versa sobre el relato, la vida pública consiste en hacerse con el relato, controlar el relato, dominar el relato, imponer el relato. El relato, que al fin y al cabo es un trampantojo emocional, consiste en completar el puzle de la realidad a martillazos, sin matices, redondito, sencillo, tragable con un sorbo de atención y digerible de un solo golpe. El relato es un motor perpetuo, que una vez lo pones en funcionamiento, ya va solo, y se desliza en conversaciones, tertulias, telediarios, prensa en general, hasta dar el salto a los medios de comunicación de masas de estos tiempos: las cadenas de Whatsapp y las entradas en Facebook, altares de las verdades acríticas del siglo XXI.

Se aproxima, además, la temporada alta del relato, el Blancolor de las verdades a medias, el BlackSunday de las ideas-fuerza arrimadas al ascua propia, que son las elecciones generales, en un ambiente de partido de vuelta con el marcador en contra para todos los que concurren. Y empiezan a aparecer relatos de hormigón armado, adornados de meme facilón con sus iconos, con su pellizco emotivo, pulsando la cuerda de las tripas del votante. Ya metidos en harina, si hay que volver a votar, volveremos. Pero habría que recordar a los votados que no somos tan simples; que en ninguno de nuestros procesos vitales nos encontramos con explicaciones o justificaciones redondas, que todo tiene su cara y su cruz, y que de todos vamos saliendo a pulmón, con mejor o peor suerte.

No nos tomen por idiotas que necesitan recibirlo todo sencillito, porque de lo contrario no se enteran, y que se dejen de relatos que, para cuentos, ahí tenemos a los hermanos Grimm.