Hay pocos momentos de plenitud comparables al de aceptar el envite. Plantado frente a la hoja en blanco, la pupila se ajusta y un pequeño escalofrío recorre la espalda; la idea germina en la mente y hay que traspasarla al papel. Sigue el instante decisivo, cuando se lanza el primer trazo, una marca a modo de tanteo a la que seguirán otras muchas encadenadas a la inicial.

Hablo del dibujo exploratorio, del boceto, distinto al dibujo de copia. En este contexto, suele creerse que la mano es la fiel servidora de la mente, y cumple con docilidad las órdenes que esta última le remite. No es así. Se trata de un proceso mucho más biunívoco de lo que la descripción anterior sugiere. Por el contrario, ambos agentes se estimulan mutuamente: la mano se anticipa, disponiendo una serie de trazos que la mente selecciona y encauza a continuación. Se trata de un proceso fascinante que implica un elevado grado de incertidumbre inicial y que el tiempo va asentando, a medida que se densifica la leve urdimbre del principio. Se desecha lo accesorio y se afirma lo sustantivo. De esta forma, como escribió Rafael Alberti, la línea, esa «bailable geometría», se convierte en «caligrafía que diluye la niebla más liviana».

Este proceso tiene su recompensa: se recibe en la medida en que se ha dado. Se habla mucho de las indudables virtudes terapéuticas del dibujo, pero no quisiera hablar ahora de los males del individuo sino de los inherentes a nuestro tiempo. Quienes dibujan conocen bien la sensación de vaciamiento del yo para reconocerse en lo otro. En un mundo cada vez más compartimentado y excluyente, no me digan que esto no es una herramienta valiosísima. ¿Qué más da que el resultado sea bonito o no? Dibujemos.