Creo que a muchos nos pasa con Donald Trump como al autor anglo-indio Salman Rushdie, a quien sólo ver su pelo teñido de rubio, su rostro de perpetuo cabreo, o leer sus estúpidos tuits le pone, según confiesa, de los nervios.

Ya se trate de Ucrania, de China o de los kurdos, está continuamente el presidente de Estados Unidos en el centro de la actualidad: es quien marca día tras día la agenda informativa global. Nadie domina ese juego mejor que él.

Trump es un producto de la «telerrealidad», una criatura de los medios, que le han hecho grande a base de hablar continuamente de él porque su ego desmedido, unido a su supina ignorancia y su total desprecio de la corrección política, ayudaba a aumentar tiradas y audiencias.

El autor de Los Versos Satánicos confiesa no poder soportarle «físicamente», pero al mismo tiempo se pregunta si lo que vemos hoy en la Casa Blanca es sólo una aberración o si habrá que acostumbrarse a una «nueva América» (1).

¿A qué América se refiere, por otro lado, Trump cuando repite eso de «make America great again» (Hacerla grande otra vez)?, se pregunta Rushdie: ¿a la esclavista de los padres fundadores, a la de la Guerra Civil, a la de las llamadas leyes de Jim Crow, las de la segregación en escuelas y lugares públicos?

Trump puede provocarnos un rechazo cada vez que vemos su mohín despótico en la pantalla de TV, pero su profundo racismo antihispano ancuando habla, por ejemplo, de México no constituye una excepción en la historia de aquel país.

Basta, por ejemplo, leer lo que cuenta el historiador Greg Grandin en su libro 'The End of the Myth' (El fin del mito. Ed.Henry Holt and Company), para entender la actitud de Trump y de muchos de sus correligionarios hacia México y la América Latina en general.

La prensa norteamericana del siglo XIX se dedicó durante décadas a alentar el fervor bélico de la ciudadanía al describir una y otra vez a los mexicanos como un «pueblo degenerado y servil», características que achacaban muchos a «la amalgama de razas: española, africana y nativa americana».

Esa amalgama, escribió, por ejemplo, James Gordon Bennett, director del New York Herald, es algo que «repugna a la raza anglosajona de este continente».

Racismo compartido por muchos políticos, como el senador de Indiana Edward Hannegan, para quien los mexicanos eran «incapaces de distinguir entre libertad regulada y libertinaje desenfrenado, atento sólo a las peores pasiones del corazón humano».

O aquel otro senador llamado Albert J. Beveridge según el cual el mismo Dios había preparado al pueblo «anglófono y teutón» para «organizar el mundo»: organizarlo y dominarlo económicamente.

Y ¿qué decir de aquellos políticos y hombres de negocios que, después de que EEUU robara arteramente a México más de la mitad de su territorio, propusieron ir más lejos y establecer allí una especie de protectorado para «elevarlo a un nivel superior de civilización?».

Trump puede ser un gran ignorante de la historia, incluida la de su propio país, pero parece llevar en sus genes el supremacismo blanco, los prejuicios anti-hispanos, de muchos que le precedieron.

(1) En declaraciones a Die Zeit.