Las plazas son maternales. Acomodan un refugio. Quedar en una plaza con un amigo contiene una cierta gestualidad de regreso hacia el útero, que diríamos en plan freudiano. Cualquier plaza a la intemperie conlleva un sofá y manta, aunque frío esté el mármol del banco. Si, además, es espectacular, como la plaza de España en Sevilla; si, encima, te acoge entre sus brazos como aquella del Vaticano, una plaza cuadricula una habitación para sentirse en casa bajo el tejado del cielo. Las avenidas trafican la metáfora de nuestro breve paso por este mundo. Una acera junto a cuatro carriles es para citarse porque va uno al notario para certificar su propia tumba, o al abogado para tratar sobre el divorcio, sobre esa herencia por la que tu hermana tanto te odia. Purulencias. Las calles sólo sirven de paso. Un tránsito ni siquiera místico. Las plazas conllevan ansias de perpetuidad. Los caminos fueron inventados por las cabras y el cochino montuno. Habito una ciudad sin plazas. Qué horror al vacío sufre nuestro alcalde. Tal vez, nuestros urbanizadores aprendieron muy bien que en las plazas se gesta la subversión contra los órdenes que los propios urbanizadores dictan. Los griegos, sin embargo, que iniciaban su ciudad por el ágora, saltaron desde el orden dórico al jónico y luego al corintio. Las plazas aunque no sea de noche constituyen un peligro para los gobernantes. Tanta apertura como de niño al final del parto promueve quimeras entre la ciudadanía. Un pueblo que fantasea y solicita imposibles, incluso mediante instancia, siempre es incómodo. En Málaga, por ejemplo, la política urbana de nuestro actual municipio complica que los malagueños podamos caminar en pareja. Imaginen lo difícil que será montarse un trío, y no digo ya una orgía de medio pelo. Pasee, su majestad, don Francisco, por esas aceras intestinales de calle la Victoria. Una coreografía autóctona de quedar atrás y delante se entabla por las casi aceras, entre los alcorques de los naranjos, las farolas y las fachadas. Un moderno paso para la malagueña salerosa.

Los malagueños estamos sin plazas por una cuestión semántica. El Ayuntamiento confunde rotondas, plazuelas y hasta el monumento a la barbarie llamado coso. Nos encontramos con Plaza de Toros Vieja que otorga su nombre a dos aceras en paralelo. Llegamos con el coche a la pretenciosa plaza Pintor Sandro Botticelli, donde podemos ir contando en cada vuelta cuántos palotes de colorines circunferencian una vulgar rotonda, tal como sucede en plaza de la Solidaridad. Sí hay que reconocer que los malagueños sabemos nominar. Una ciudad sin río que versifica un poemario con los nombres de sus puentes. Igual costumbre aplica a sus no-plazas. Vayamos a estirar la piernas, por decir algo, a la de San Francisco, busquemos la del Siglo, o esa de Mendizábal, tan cerca de la de los Monos que no es de los Monos. Mi Málaga surrealista desde que dibujó ojos a sus jábegas. Como si se tratase de un cometa de esos de ciclo extra-largo, en estos días el paseante puede ver desde calle Alcazabilla las fachadas que cubican la plaza de la Merced, una vez derribados aquellos cines donde tanto me reí con las pelis de Woody Allen allá cuando yo tenía 18 añitos y creía (perdonadme que fuera más tonto que ahora) en la buena voluntad de nuestros políticos. El caso es que ya han surgido voces autorizadas, es decir, de autoridad, por tanto autoritarias, que nos explican que esa plaza que, menos mal, cuadraron los bisabuelos, debe ser devuelta a su diseño original. El progreso conviene siempre y cuando se avenga a los intereses bursátiles, esto es, de la bursa, el bolsillo; de otro modo, conviene ser conservadores, lo que significa retenernos en conserva, o sea, en espacios comprimidos y asfixiantes. Hay que explicar a Don Francisco que la ampliación de esa plaza sería buena para que los cruceristas se quedaran o quedasen alucinados con los derroches de metros que este consistorio concede a la ciudadanía. Venga, Paco, si no es para los malagueños. Ahí, no construyas, porfa.