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Entre el sol y la sal

Javier Muriel

Triste payaso

No son pocos los que se entretienen mirando una pantalla y que me insistieron en que fuera a verlo. Está de Oscar, me aseguraron. Jamás habrás visto una interpretación más brillante, me condicionaron. Así que anoche decidí buscarlo y verlo por mí mismo para tener opinión propia y saber de qué les hablo.

La historia va de un tío al que el mundo, su gente, le da la espalda y, fruto de distintas desventuras, resurge de sus cenizas anteponiendo el mal y el yo a cualquier regla de urbanidad o bien común. Su pasar es la genealogía de un mentecato y su evolución a un necio con ínfulas. Desde una perspectiva sórdida y pegajosa, este personaje nace de la mente de algún perturbado con muchos demonios en el armario. Quien quiera que lo haya guiado por este infierno al que llamamos sociedad hasta liberarlo en nuestras retinas es un tarado de marca mayor. Les hablo de alguien que descubre que la mentira, la maldad y la avaricia son tan eficaces y satisfactorias para sus deseos como la manipulada apuesta de un tahúr. Pasa de la mediocridad grisácea al esplendor multicolor sin merecerlo, por un golpe del destino, y, lejos de hacer examen de conciencia o recular, se regodea y saliva de placer con las consecuencias de cada uno de sus innobles actos.

Al principio casi empatizas con él. Te da hasta pena. Pero según va revelando su verdadera naturaleza vas sintiendo una creciente incomodidad al pensar que antes casi lo estabas justificando. Supongo que si acorralas a un animal herido no le queda otra que atacarte con todo lo que le queda, pero este tipo tenía más opciones de salida, así que no llego a comprender muy bien a qué responde tanta ira, tanto ánimo de venganza, tanto revanchismo. Les hablo de alguien que relativiza la violencia. Que no respeta a las fuerzas del orden, y que entiende que el hecho de que ardan las calles de una ciudad con trifulcas y vandalismo es un mal menor, un peaje que hay que pagar en su viaje hacia la exaltación del semidios por el que se tiene. Qué son 300 policías heridos si a cambio reina la confusa desolación. Nada. Y ese nada es importante, porque es lo que vale su palabra. Ya malvendió su alma al demonio cuando aún le quedaba una pizca de dignidad, pues imagínenselo ahora que rehúye de la moral y hace de la falsedad y la careta su seña de identidad.

Un punto de reflexión merece su pasado. En algún momento descubre que no le gusta el ayer que le han contado y decide reescribirlo a su antojo. No acepta la realidad y pone su mente insana a maquinar una alternativa que encaje mejor en el perfil. Para ello no le importa enfrentar a bandos olvidados si con ello se encuentra más confortable en su pulsión por envenenar y pudrir la paz hasta la raíz. No le importamos ninguno, no respeta nada. Sólo persigue la idea de imponer su voluntad a golpe de trampas y maquinaciones que apaguen su ego voraz y por siempre hambriento. Al final descubre que no tiene techo, no encuentra límites, y está desbocado en su afán por disculpar su acomplejada personalidad. Pese a quien le pese.

Ojo. No hay que negarle cierto magnetismo. En su discurso es capaz de conseguir que De Niro o el mismísimo Brando sean actores anecdóticos. Y es que tiene su punto eso de mirarte al espejo y saberte un fracasado, reinventarte como un personaje desde lo más oscuro de tu psique, y volver triunfante para aterrar a quienes otrora te despreciaron. Pero hasta ahí llega su limitada capacidad de fascinarnos, pues pronto descubres que todo él es una gran mentira construida, edificada, sobre los huesos de un hombre frívolo e insatisfecho, delirante y mezquino, que lo mismo te plagia una tesis doctoral que te consigue los peores datos de paro obtenidos en años, que se deja mangonear con los aranceles americanos o pone en jaque la estabilidad de España, que remueve tumbas y cimenta odios, que siembra la discordia en el orden constitucional mientras amamanta hienas separatistas, que hace de la inmigración ilegal un deporte y del drama climático una distracción, que no asegura pensiones ni sueldos que no sean los suyos, que prefiere el caos al pacto y el ruido al entendimiento, que ha convertido la escala de valores en una escalera mecánica, que llegó por la puerta de atrás y nos llevará a todos con los pies por delante.

Efectivamente, anoche Pedro Sánchez pudo ganar un Oscar. Qué interpretación más profesional. Pero no es más que eso. Un farsante, un mentiroso, un lunático que nos empuja al abismo insondable. Sánchez es un bufón marchito que cada noche, cuando los halagos enmudecen y los focos se funden a negro, se mira al espejo y, como el Joker, se canta en soledad aquello de Bambino: En cofre de vulgar hipocresía, ante la gente yo oculto mi derrota. Payaso con careta de alegría, pero tengo por dentro el alma rota.

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