Golpes Bajos fue uno de los grupos musicales que más me aportó en mi juventud. Hoy, a excepción de unos pocos nostálgicos de los ochenta, casi está olvidado. Las canciones que compusieron e interpretaron Luis García, Pablo Novoa, Teo Cardalda y Germán Coppini sostuvieron aquella escasa colección de elepés de la movida. El ritmo ambiguo y la voz oclusiva del vocalista nos hicieron bailar en el alambre fronterizo que separa la rebelde adolescencia de la conformista madurez. Nos bebimos aquellas siniestras letras en una borrachera que duró lo que duran los buenos instantes. Nada. Los años devoran el presente antes de servirlo.

Las portadas de los periódicos del pasado lunes me recordaron aquel grupo de mi juventud. Aunque la música y el arte en general han dejado de ser primera plana en los periódicos, los titulares siguen devolviéndonos golpes bajos con cada titular. Volví a escuchar sus canciones en el oído interno, ese que solo oye el pasado que grabamos en la memoria, aquel que conserva los buenos años que vivimos y a los que podemos regresar surcando un disco de vinilo.

Corren malos tiempos para la lírica. La sociedad española persiste en repetir errores antiguos. Los unos y los otros. Y la historia, procesionada por fantasmas con hacha de cera, contempla alarmada los acontecimientos. Ciérrense ventanas, atránquense puertas, ¡encomiéndate al santo! ¡A Santa Compaña!

En rojo y azul la misma película. Un viciado celuloide que transmiten en sesión triple los cines de la política. El spoiler es inútil para los nuevos dormidos que se unen a la lúgubre marcha. Prefiero pasar por muerto para evitar que me entreguen el cirio y no pueda volver a mi lecho.

Cena recalentada para unos ciudadanos empeñados en comerse el mismo plato de ayer. Los unos y los otros. Coleccionando las moscas que revolotean ese pasado que parece haber desaparecido de los libros de texto. La historia de España, tan reciente y tan frágil, está repleta de escenas olvidadas, repetidas tantas veces que el pasado se ha vuelto invisible y el futuro es previsible.

Viendo los resultados, todos tenéis razón. Y es que la razón se ha vuelto politeísta. Demasiados dioses diría yo, pero debe ser así porque nadie comparte ideas, sólo las enfrentan. Las ideas luchan en un tedioso combate de boxeo en el que se permite todo, incluso los golpes bajos. No hay árbitro que pare una contienda que ya dura demasiado. Y al otro lado del ring, los ciudadanos contemplan aburridos el espectáculo, sin saber muy bien por cual de los púgiles apostar para que, de una endemoniada vez, dejen de darse hostias.

Me quedo con los ochenta. Yo era joven, tenía expectativas por un futuro ilusionante, porque los políticos habían convenido que para seguir avanzando juntos y en progreso, lo mejor era buscar lo bueno que había en el otro en vez de reventar sus heridas. Se estrecharon las manos y se fueron de copas para beberse una transición que, aunque no fue un combinado perfecto, nos quitó la sed de conflicto.

Los antiguos éxitos del pop español sonaron demasiado bien en una época de cambios. Una época que nos vio crecer, hacernos padres y madres, e incluso abuelos. Que nos hizo estudiar una carrera, nos encontró un trabajo, nos compró el vídeo, el cd, el dvd y el mp3. Una época en la que los golpes bajos tan sólo eran una banda de rock. Los ochenta fueron una década que quiso apagar para siempre la siniestra fiesta de los maniquíes. No los toques, por favor.