Un arquitecto puede ser un inmenso poeta. Mucho más que un poeta que sólo se trata de una señora o señor cuya creación apenas alza un palmo sobre suelo físico. La arquitectura es mucho más grandilocuente. Parcela el vacío. Viste la nada, incluso la desnuda si quiere como a una amante en cualquier noche de hotel de mala nota y luces exteriores. Podría envolver aquella luna romántica en un bloque, o aquel sol de los griegos, si dispusiéramos de andamios suficientes. Un arquitecto se vuelve poeta cuando descubre territorios a los que no alcanza con el filo de su lápiz y que saltan sobre el dominio de la escuadra. Cuando calculo un suelo sobre el que no se ancla ningún andamio.

Que la vida iba en serio, uno lo descubre aunque no quiera. Más pronto, más tarde aparecerá algún zarpazo al que no se puede trazar la forma de un dibujo pero sí la de las palabras. Quizás los humanos inventaron los himnos cuando intuyeron que sus trazos en la cueva ni decían nada a sus dioses ni a sí mismos. No invocaban esa magia con la que cuatro palabras bien conjugadas antes de que la copa humedezca los labios, puede hacer que el ser amado tome la puerta del local para nunca volver a verte, o aguarde casi en shock a que apures tu trago para besarte como sólo lo hacen quienes han comprendido la brevedad de nuestro goce y la eternidad del daño.

Joan escribe versos que hacen daño. De hecho nunca he comprendido su fortaleza interior que evita las lágrimas durante la lectura de esos poemas que necesitaron la medida de los versos, la armonía de las sílabas, para comprender las heridas que el verbo existir deja con su paso. Creo que no existen en catalán, creo que no existen en español, poemas más preciosos a una hija que los que Joan dedicó a su Joana, aquejada por una enfermedad a la que la voz lírica transforma en revelación de felicidad y aprendizaje. He llorado ante sus versos. Ante la comprensión de que el color de los días sólo depende de la luz con la que se quieran iluminar. Joan es un ser ético, además de un hombre de paz que ha aguantado los golpes de los días colectivos con un intento de sonrisa.

Vino a Málaga en 1998, si no recuerdo mal. Como en tantas otras ocasiones, el maestro de todos nosotros, el gran poeta y profesor Antonio Jiménez Millán ejerció de embajador de esta ciudad para atraer a nuestras orillas eventos culturales que se estaban realizando en Cataluña. Los poetas Pere Rovira y Joan Margarit, junto a un grupo de músicos de jazz exhibieron en el Onda Passadena un espectáculo poético-musical, lo que es decir lo mismo, basado en el tema Strange Fruit, de Billie Holiday, nacido del impacto que produjo en la cantante aquella visión de ciudadanos negros que aparecían colgados en árboles junto al camino en ciertos estados del sur de Estados Unidos donde en los años sesenta del pasado siglo aún no aceptaban la igualdad y libertad de los seres humanos. Regresaron a Málaga en más ocasiones hasta la disolución del grupo. Aquella noche, una amiga mía quedó tan enamorada de Joan, con quien se distanciaba en edad varias décadas, que quería acostarse con él. Se lo dijo. Aún recuerdo los ojos abiertos como platos del poeta que rechazaba con mucha amabilidad el deseo de la preciosa dama: «No, señorita. Muchas gracias, pero no». Joan es un cariño de persona. El Cervantes se honra con que tan grande premio figure en tan gran currículum literario y moral.