Una Constitución del clima para la salud de la vida. Todos en la calle, mujeres y hombres, y Greta entre nosotros, reclamando cordura, trabajo y esperanza. No se admiten manipulaciones ni más CO2. La urgencia demanda medidas que no sean rehenes de plazos ni financiaciones políticas de bajo coste. Al mundo se le derrite la gélida belleza de su soledad blanca y azul; las temperaturas no mudan ya de piel las estaciones del año; el aire ha dejado de ser una canción que se respira preticor después de la lluvia; se mueren los mares con el vientre contaminado de plomo y plástico, y los campos se secan estériles por los pesticidas y los veneros calcificados. No hay paraíso sin máscara. El oxígeno del futuro lo pagaremos caro. Es la razón por la que la gente savia ha reclamado y seguiremos haciéndolo a los gobernantes, a los que casi todo se les reclama, políticas que no sean contaminantes del paisaje ni promesas de palabra con esmoquin y lo bien que queda la fotografía de ojo de pez del COP25, y todos para casa. La exigencia pasa por la contundencia de una empresa seria contra el cambio climático. Greta Thunberg, a la que muchos no consideran una marca blanca en defensa del Planeta y andan buscándole los intereses secretos a su respaldo, simboliza el mundo llano en grito de emergencia. No sólo por las aguas, por el aire, por los bosques, por el color primigenio de los paisajes. También por las montañas a las que nadie mira, preocupados de encontrar a ras del asfalto una brizna de confianza, una moneda a la que lanzar al cielo gris para escoger un destino en sentido contrario a todo lo precario en lo que se ha convertido vivir a diario y no perder los pulmones en el intento.

El miércoles próximo serán celebradas internacionalmente, aunque de ellas igualmente la voracidad del hombre que todo lo infecta haya expulsado a sus dioses. Desde niño he sentido fascinación por su don del vuelo inmóvil y la arquitectura de su fuerza y de su misterio. Ser de la Granada nazarí que cada mañana se despierta frente a la qasida de nieve de la Sierra, en cuyo pico más alto duerme el rey Muley Hacén y El Veleta a su vera lo protege, es crecer al amparo del embrujo y del goce de una montaña coronando la ciudad. La que hace siglo soñaron los zirí bereberes cuya lengua Amazigh, que significa hombre libre, se habla pero no se escribe. Imprescindible para entender pueblo, enclave y progreso la exposición recién inaugurada en La Alhambra. Su construcción en altura es la metáfora de una montaña. Si se la mira con cultura recuerda en cierto modo la muralla del Monte Olimpo con sus cumbres en forma de picos como torres. En el vértigo apacible y erótico de su atalaya jugaron los dioses complicando en aventuras a los héroes y a los hombres, y entre sus linajes de Grecia se repartieron sus joyas más altas. La Tracia para Athos; el macizo de Beocia para Citerón; a Tmolo la Lidia de Anatolia y el Ática para Parnes. Artemisa, Atenea, Hestia o Afrodita, ninguna y todas sin propiedad por encima de las nubes. Ni siquiera una falda guerrera de montaña glorificada en leyenda con sus nombres.

Aun así para mí la montaña siempre será femenina y la madre. La he explorado manantial de agua, cristalina en verdes, y fértil en flora como en fauna superviviente. He admirado su autoridad y enigma emergida del vientre de la tierra y que al cielo le ancla en ella sus raíces. Esfinge en los silencios que atesora, en los dones que otorga como la conquista de la soledad o el coraje ante sus imprevisibles comportamientos cuando los fuegos del fuego, los rugidos del viento o las tormentas frente a las que un pastor Quirón de mi infancia me enseñó a trepar a lo más alto para gritar mis miedos y liberarme de sombras. Aprendí de ella prudencia, equilibrio, respeto y reto, junto a mi amigo Aurelio, dispuesto los fines de semana y mejor los días de novillos improvisados al disfrute del latido en el pecho durante la ascensión a mano y a cuerda en Los Cahorros de Granada, trepando al Avispero y al Faraón susurrándole a la montaña que nos dejase encumbrar el cielo sobre el paisaje abierto.

Nunca dejó de soñarse Aurelio descendiente de la estirpe de Michel-Gabriel Paccard y Jacques Balmaat y su hazaña de coronar el Mont Blanc en 1786, seguidos en 1802 por L. Ramond de Carbonnieres en Monte Perdido y por Mallory, el padre del alpinismo moderno, que abrió nuevos horizontes en Himalaya. Llegaron después Tita Piaz, A. Dibona o H.Dulfer, marcando a inicios del siglo XX el estilo de atacar rutas verticales y difíciles en los Alpes y Dolomitas, y la Aconcagua donde Maria Casals encontró la muerte en su descenso en 1947, y también M H. Buhl el primero en vencer la hostilidad del Nanga Parbati que hasta ese 1953 había derrotado a más de 30 alpinistas. Todos ellos, además de Edurne Pasaban, Juanito Oiarzábal o César Pérez de Tudela, se cabrearían mucho al contemplar este pasado verano las agresivas colas de centenares de turistas disfrazados de montañeros en las rutas colapsadas del Everest, poniendo su vida en peligro al demorarse los tiempos y comprometer el oxígeno artificial que portaban. Diez víctimas en la cuenta de la montaña a finales de octubre. Jamás hubiesen pensado Reinhold Messner y Peter Habeler, cuando alcanzaron su cima en 1978, que el Everest se convertiría en otra víctima del turismo que todo lo transforma en parque temático y lo contamina, mientras se enriquecen otros. Más de ocho mil toneladas de residuos no desechables se recogen al año en el basurero más alto del mundo.

Qué poco sabemos de la importancia de la salud del hábitat que nos sostiene. Las montañas cubren el 22 por ciento de la superficie terrestre del mundo, y se caracterizan por su enorme diversidad mundial que abarca los bosques tropicales de la lluvia, los climas con más de 12 metros de precipitación anual a los desiertos de altitud, y representan los depósitos de agua del mundo -proveen de agua dulce a al menos mitad de la población mundial- y son el hogar de 915 millones de personas. Sin embargo, uno de cada tres habitantes de las montañas en los países en desarrollo es vulnerable a la inseguridad alimentaria, y se enfrenta a menudo a la marginación política, social y económica, a la falta de acceso a los servicios básicos de salud y educación, al aislamiento, a la escasez de recursos y al peligro del cambio climático que favorece avalanchas, deslizamientos de tierra, erupciones volcánicas, terremotos y la disminución de las especies de aves de alta montaña, como se está produciendo en Escandinavia y en la Península Ibérica, donde de las catorce especies de aves por encima de los 1.700 metros once están en peligro de extinción. Las montañas desempeñan un papel importante al influenciar los climas en las distintas regiones y en el mundo, así como en las condiciones meteorológicas y sus efectos. Estos conocimientos son los que deben concienciar a las nuevas generaciones a pedir y a adoptar medidas de acción didáctica y políticas más eficaces que el eslogan que se ha escogido para el próximo miércoles: «Las montañas son importantes para los jóvenes». Seguro que se hace viral en las redes, mientras muy pocos son capaces de escalar con el índice en el mapa el enclave de los 3.776 metros del Monte Fuji, el de los 5.895 metros del Kilimanjaro o el de los 6.630 del Monte Kailash.

La Tierra, el clima, el medio ambiente, la vida sostenible y los ciudadanos educados con lo humano de la Humanidad no son una moda subversiva. Son el SOS de una conciencia con voces en la literatura - «El motín de la naturaleza» de Philipp Blom, «Ahora llega el silencio» de Álvaro Colomer o «El calentamiento global» de Daniel Ruiz-; en las artes plásticas - Olafur Eliasson y «The Weather Proyect», un inmenso atardecer reproducido en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres; Daniel Canogar y su exposición «Ráfagas» en la galería Space to Be de Madrid lanza un dardo contra los incumplimientos y reveses que han sufrido en los últimos tiempos importantes documentos sobre el medio ambiente como el Acuerdo de París, Protocolo de Kioto o la Cumbre de la Tierra de Rio de Janeiro; Lucía Loren y sus intervenciones en entornos como el Parque de Esculturas Lomos de Oro Villoslada de Cameros, La Rioja , El Bosque HuecoPuebla de La Sierra en Madrid-. Y también a través de talleres participativos como el Aula Savia que dirige el periodista Héctor Márquez en La Térmica de Málaga.

La tierra no es la Reserva Federal norteamericana que crea dinero de la nada en épocas de crisis. La Tierra es un corazón enfermo al que cada día infarta nuestra manera de generar energía, de consumir, de desplazarnos, de explotar su biodiversidad. No sabemos si servirá el compromiso de esta cumbre de movilizar 100.000 millones de euros en 2020 y fijar nuevas metas para 2025. En todo caso el futuro nos exige a cada uno lo mejor de nuestra naturaleza para salvarnos. Esa es la montaña cuya cumbre ascender.