En cuatro días no se quita uno de encima un mal año, ni se convierte en bueno uno mediocre, no da tiempo tampoco a realizar todo eso que vamos aplazando para cuando se pueda y que nunca se puede, ni caben en tan pocos días largos viajes, ni exóticas actividades. En cuatro días no da tiempo para poner del revés a lo que no dejamos de dar vueltas los lunes, martes, miércoles y todos los meses, ni se pueden alcanzar grandes metas si no se recorrió el camino antes, no da para limpiar el aire que todos los días tanto ensuciamos, ni se pueden restaurar del paisaje los vivos colores que le vamos robando. No dan cuatro días para cambiarlo todo ni casi nada, y todo sigue igual el martes que el jueves, pasó el puente y nos llevó al otro lado a reemprender lo interrumpido.

No da para mucho el puente, es verdad, pero son cuatro días que bienvenidos, que menos mal y que qué bien sientan, porque aunque pasan rápido al menos pasan a nuestra manera, y por la calle se camina a otro ritmo, las luces tienen un brillo más dulce y la gente parece más amable sin su prisa de siempre, aunque caminamos de aquí para allá, con prisas nuevas, estelas dibujando fugaces trayectorias. De compras, de copas, en familia, con amigos.

No se cambia el mundo en cuatro días ( ni en una vida), ni ninguna vida en ese poco tiempo, ni una historia, pero al menos se puede uno desacoplar de la velocidad de crucero de la rutina y dejarse arrastrar un rato a la deriva por la corriente de otro tiempo, descansar en ese remanso bajo el puente y escuchar el rumor del mundo como si fuera algo que ocurre lejano en un arrullo. Y despertarse luego el martes desorientado como de una buena siesta.