Quedan pocos, pero, si uno hace por tener los ojos abiertos, todavía es posible encontrarlos o cruzarse con ellos. Los magos, no se rían, pues esto no es cosa de risa, aún deambulan por nuestras vidas. Suelen aparecer de forma inesperada, alentando los corazones frente a la desesperanza de cada momento oscuro al que nos enfrenta la existencia. A veces, se hacen presentes en rostros desconocidos; otras, sin embargo, la luz de su poder se derrama sorpresivamente desde las pupilas de los cercanos, desvelándose entonces su verdadera naturaleza de manera portentosa. Los magos afloran cuando se les necesita y, desde su sencilla apariencia ordinaria y común, despliegan un cálido e indubitado poder que nos permite inhalar un respiro de esperanza frente a las asechanzas de la dificultad cotidiana, la tristeza, el desánimo o la oscuridad repentina. Aunque, posiblemente, en muchas ocasiones no seamos ni conscientes de ello, los magos nos sostienen con su halo frente a los desaires del mundo. Su poder salvífico se hace patente desde la compañía, desde el apoyo constante, desde la mirada que nos impulsa a avanzar, desde el roce personal: el mago jamás hará desaparecer la adversidad con un haz luminoso, su misión no es otra que ayudarte a enfrentarla. Su presencia real, la que se desvela desde lo ordinario mostrando el infinito poder de su verdadero ser, sólo se hace patente frente al Enemigo.

Mi visión, quizá para otras cosas no tan viva, está más que trabajada a la hora de distinguirlos. A lo largo de mis días, he tenido la suerte de encontrarme con muchos. Recuerdo a dos de ellos: llegaron de improviso, cuando más los necesitaba, y, adentrándose poderosamente entre los muros de mi hogar, hicieron emerger una estancia para mis hijos mientras mi mujer y yo partíamos a rescatarlos de las tierras sombrías. Otra noche, de madrugada, otros dos aparecieron de repente para custodiarlos con un muro infranqueable mientras mi mujer y yo marchábamos donde pudieran curarla de unas inesperadas heridas causadas por las argucias de la Sombra. También recuerdo, de niño, solo y en mitad del trasiego de la gran ciudad, el momento en que recibí la noticia de que mi abuela abandonaba las costas de este mundo. En ese preciso instante, una maga apareció detrás de mí y, haciendo desaparecer con un suspiro las amarguras que la soledad derrama sobre tal momento aciago, hizo largo camino a mi lado para acompañarme y dejarme entre las defensas del concreto lugar donde se encontraban los míos. Si continuara, no habría periódico para tanta casuística. Pero déjenme decirles, además, que también existen magos, grandes magos, protectores de las bondades del mundo, de la ilusión y de la esperanza colectiva. Y es que, en definitiva, podríamos tenerlo todo pero, ¿qué sería de este mundo sin esperanza?

Hace tan sólo unos días que el último de los grandes magos custodios de la fantasía dejaba tras de sí estas orillas para dirigirse, definitivamente, a las tierras imperecederas, a las costas de Aman, al Reino Bendecido. Conocí a Christopher Tolkien con doce años, poco después de sucumbir al gran tesoro literario de su padre: John Ronald Reuel Tolkien. Sin el padre de Christopher, los hombres libres nos veíamos abocados al fracaso de nuestro viaje en mitad de las asperezas y umbrías del tremendo imaginario al que la lectura, la fantasía y la esperanza de su legado nos habían conducido. Christopher, desde el poder de su padre, se alzó como mago, antorcha y guía de todos aquellos que veíamos una luz real más allá de las historias. Él nos hizo caminar entre líneas, aclaró los conceptos, dio nitidez a la bondad de la épica y nos desbrozó los vastos caminos heredados de las regiones creadas por su padre a fin de seguir irradiando, ya sobre nuestro mundo real, la frágil pero tremendamente necesaria luz de la esperanza. Las historias, ¿qué más da si reales o ficticias?, les guste o no, pueden llegar a encauzar las vidas. Aquellos ejemplos de superación que nos contagian desde lo épico también nos hacen ver que, en mitad de las sombras de nuestro mundo o de nuestros días, aún brilla, insisto, allá a lo lejos, pero también en cada recodo, la inextinguible luz, la llama, de la esperanza.