La tarde va cayendo lentamente en el atardecer del Viernes Santo, entre cielos rosados y nubes plateadas. Extraña Semana Santa. Ni semana, ni santa. Un período dentro de un largo confinamiento. Cualquier otro año a esta hora, en la salida del Sepulcro dentro de un rato. Con la escenografía teatral de las piedras milenarias. Mientras escribo, oigo el 'Oficio de tinieblas' de Tomas Luis de Victoria, que interpretan los siempre añorados Sixteen, con Harry Christopher a la cabeza. Es curioso, por no decir algo peor, el casi absoluto desconocimiento de la música polifónica española en nuestro país y la valoración que de ella hacen fuera, por ejemplo en Inglaterra. Así son las cosas. Música idónea para el confinamiento y el día, con ecos de monasterios. Uno se acostumbra a todo. No me importa si tenemos que estar más tiempo así, siempre que me expliquen las razones y las consecuencias de ordenarlo de esta manera, ya casi habitual.

Esta mañana mi hermano Agustín, que tiene un alma cristalina y sensible y una poderosa inteligencia, envió al chat de la familia a modo de saludo matinal un video del viejo Serrat de voz cascada, deseándonos salud y enclaustramiento, desde un rincón de su casa, cantando ese poema delicioso y lejano de Aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas, en un papel o en un cajón. Esos papeles que casi todos hemos encontrado estos días, hurgando en cajones en actividades inventadas para llenar el tiempo. Yo he encontrado viejas postales recibidas de amigos que desaparecieron en el tiempo y el espacio, un cuenta hilos, billetes de avión de viajes olvidados, una caja con botones, medallas de premios del colegio y una preciosa carta de mi madre, escrita con esa letra picuda, casi gótica, ininteligible en estos tiempos en que ya no se escribe sino en esta máquina impersonal y deslumbrante, que traerá consigo la desaparición del género epistolar y hasta memorialístico. Aunque es posible que todas estas disquisiciones que me hago en esta tarde no sean sino divagaciones sin sentido propias de alguien de la tercera edad. Uno ya no sabe ni de qué edad es, si de la media, moderna o contemporánea. Desde luego, de la postmoderna, no. Nos hemos acostumbrado a vivir, creer y aceptar vivir entre disparates que se han convertido en doctrina oficial y que, de no ser aceptada y respetada, lleva aparejado indefectiblemente el ser tachado de extrema derecha, por lo menos. Aunque los hechos desmientan diariamente la absoluta inconsistencia, la vacuidad y el inmenso error que ello supone. Los viejos que se mueran. Para ellos no hay respiradores, total, son una carga para el Estado, para la familia y para la sociedad. Solo hay que ver las edades que se gastan los líderes de la España actual, del desgobierno y la desoposicion , para darse cuenta de que es verdad, de que a los viejos deben matarnos, gasearnos e incinerarnos en un horno de Huesca o Soria, porque no hay otros más cercanos disponibles, dado lo acertado de las medidas aplicadas por este desgobierno, que según ese ex juez estrella y hoy ministro bobo solemne -reparen por favor en las caras de atolondrado que pone este señor en su escaño- no tiene nada de qué arrepentirse, ni por lo que pedir perdón.

Los viejos, que están en el atardecer de la vida, al paredón. Total, ¿qué han hecho para perdonarlos? Aparte de sacrificarse deslomarse trabajando, privarse de todo para que sus hijos pudieran estudiar y ser alguien en la vida, levantar un país después de aguantar una guerra incivil y una posguerra famélica, aparte de eso, ¿qué han hecho? ¿Y los muñequitos de porcelana que nos desgobiernan y nos desoponen, qué hacen, aparte de lanzarse un diario discurso de diatribas e insultos y cambiar de modelo y color de gafas cada día? Un joven de ochenta años, Sir Winston S. Churchill ganó la II Guerra Mundial con ochenta años, una edad ideal para irse después de esa tontería, a beber whisky y champán en las islas griegas, a pintar acuarelas y fumarse un puro cada dos horas a la salud del mundo. ¿Alguien se imagina a este prodigio de belleza, inteligencia, oratoria, humildad y honestidad que tenemos como presidente, hablando al país por radio, desde el bunker del almirantazgo, prometiendo sangre, sudor y lágrimas y bramando «nunca nos rendiremos, porque lucharemos en cada calle, en cada esquina, en cada playa, porque nuestra patria espera que cada uno dé lo mejor de sí en estos momentos terribles», mientras las bombas alemanas caían por centenares sobre un Londres que siguió trabajando y luchando? Yo no. Es más, creo que ahora es cuando de verdad se hace real la genialidad de Oscar Wilde en el retrato de Dorian Grey.

Incluso no haría falta ni siquiera un Churchill. Nos arreglaríamos con un Suárez, cuando dimitió en aquella tarde de negros nubarrones militares en el horizonte y dijo aquello tan profundamente generoso y, a la vez, altivo en su grandeza desprendida, «dimito, porque no quiero que, una vez más, la democracia sea un paréntesis en la historia de España». ¿Alguien se imagina algo similar? O aquello que gritó Felipe Gonzalez «antes que marxista, hay que ser socialista». Porque cómo acertó el New York Times cuando el socialismo arrasó en las elecciones generales y tituló «un grupo de jóvenes patriotas han llegado al poder en España», y el primer acto al que asistió Felipe Gonzalez a los pocos días de su investidura como presidente del gobierno , fue asistir a una revista de toda la División Acorazada Brunete, la misma que obedeció al denostado Rey Juan Carlos la noche del 23-F y no bajó por la Castellana cuando todo el mundo creía oír las cadenas chirriando sobre el asfalto en una noche de ventanas abiertas a dos grados bajo cero. Con cualquiera de ellos nos arreglaríamos ahora. Pero Dios sabe qué va a ser de nosotros y de este país aún existente y aún llamado Reino de España. Porque esa es otra. Como si de una constitución bananera se tratara, la figura del Rey Felipe ha sido borrada, opacada, anulada por un individuo llegado del otro lado del océano, que junto con el otro individuo de escasísimos conocimientos intelectuales y ambición desmedida, pero con el leninismo aprendido al pie de la letra, esperan la ocasión, que un cumulo de casualidades les está poniendo en bandeja.

Y mientras tanto, la vida continúa en el confinamiento, que personalmente debo aceptar que tampoco se hace tan difícil. A lo mejor tengo alma de cartujo y no me he enterado hasta ahora. Y aunque desde que empezó esto -que si algún día se demuestra que ha sido creado en China, Núremberg no debería ser nada comparado con este genocidio, que solo en España ha causado más de quince mil muertos hasta hoy -no hemos vuelto a oír nada feminista, ni antitaurino, ni animalista, ni de lenguaje inclusivo, ni siquiera, y esto es un misterio para mí- se habla de inmigración o de maltrato de género. Los muertos se han convertido en estadística, que diría Stalin. Y cada tarde de alguna forma ya rutinaria, salimos al balcón a aplaudir, como una obligación de buenos ciudadanos, pero sin la pasión y la emoción de los primeros días. Sin ellas perdemos en autenticidad y verdad de estar unidos ante la tragedia. Es una simple obligación como esperar el verde en un semáforo. ¡Lo que hace el pánico, el terror, el miedo a lo desconocido! Lo que creíamos que eran causas sagradas se han convertido en polvo de la historia de la noche a la mañana, barridos por el huracán de lo desconocido y las películas de terror tan amadas por tanta gente se han quedado en nada, en sombras de lo nunca imaginado, en imágenes del derrumbe de una civilización que creíamos sólida y bien cimentada, mientras Nueva York, la capital de la belleza, el lujo, el empuje, el estilo, la clase, el cine, las artes y todo lo que pensábamos que era aquello por lo que valía la pena luchar y vivir, entierra a los desconocidos no reclamados por nadie, a los sin hogar, a los verdaderos parias de la tierra en la sociedad opulenta, en fosas comunes de esa espantosa isla junto al Bronx, que había servido de manicomio, de cárcel y ahora de cementerio de las almas solitarias. Pero ni allí, ni aquí se ve un muerto. Ni uno, salvo la foto del otro día en el Palacio de Hielo en Madrid. Nunca se supo la cifra exacta de muertos en las Torres Gemelas. Ni se vio un muerto. Aquí menos aún. Ni en ningún sitio del llamado mundo civilizado, primer mundo, Occidente, o como quieran llamarlo. Nuestro pequeño mundo. Que no se vea ni un muerto, ni un ataúd, ni siquiera las pequeñas urnas con las cenizas de los seres queridos, o no. La banalización de la muerte alcanza su punto culminante. Lo que no se ve, no existe, según el positivismo pragmático imperante. Creo que ya era hora de hablar de todo esto.

Y cuando pase la peste china, si es que pasa, más dura será la caída. Cuando ustedes lean esto será Domingo de Resurrección. Por ahora nos conformamos con no morirnos. Que no es poco. Y no olviden nunca que al atardecer seremos examinados de amor. De Amor.