Hace algún tiempo aproveché que pasaba por Milán para tomarme un café con un antiguo amigo, profesor de la Universidad Politécnica de la capital de la Lombardía. Solíamos coincidir en los encuentros de la Convención Europea del Paisaje. Como aquel Bruno Rontini (el personaje indispensable que creara Huxley) es mi buen amigo un brillante y combativo liberal, formado en los ideales del Risorgimento. Docto en su sabia prudencia y acero puro en la defensa de sus ideales.

Una vez más me encantó regresar a la terraza de la quinta planta de la Rinascente en la Piazza Duomo. Con el ambiente internacional, cuando el tiempo es bueno, de un buen café parisino. Junto con unos turistas obviamente nórdicos y algún que otro oriental, compartíamos con unas impecables buenas clientas milanesas las vistas sobre la cubierta de la catedral vecina. Con el más de un centenar de estatuas y agujas de la 'Domus Dei' navegando por sus encajes de piedra, convergían en el Tiburio. Así llaman a la grácil aguja de cien metros de mármol blanco que corona el Duomo de Milán, glorioso pedestal de la estatua dorada de La Madonnina.

Se quejaba mi amigo de que la imagen de la patrona parecía triste. Obviamente ésta necesitaba urgentemente un buen trabajo de restauración y afianzamiento. La iglesia milanesa no tenía medios suficientes y había tenido que solicitar de la generosidad de los ciudadanos las ayudas necesarias. Tantas veces los fieles de Milán habían pedido en los momentos difíciles la ayuda y el socorro de su santa Patrona, a través de las plegarias o cantando en el hermoso dialecto lombardo la «O mia bela Madunina». Ahora les tocaba a ellos auxiliar a su Virgencita. Pero la petición de ayuda había tenido una acogida algo tibia. Casi fría. Era obvio que el monumento podía entrar en una fase de deterioro peligroso. Y los dineros no llegaban en la cantidad necesaria. Muchos temían que la figura de la Virgen pudiera a desplomarse, abatida por el próximo vendaval que se desatara desde el norte sobre las llanuras de la Lombardía. Echaba de menos mi amigo milanés al gran Indro Montanelli, el periodista más grande de la historia de Italia. El sí hubiera alzado su voz, el primero, en defensa de la Madonnina del Duomo. Como la había levantado contra Il Cavaliere y contra los obscenos tiranos de otras latitudes. Citó al maestro Montanelli: «El berlusconismo, como otras patologías similares, es la escoria que desborda el pozo...»

El Corriere della Sera sí había hecho sonar las campanas de alarma ante el peligro que amenazaba a la patrona. No en vano seguía siendo uno de los periódicos más respetados del país. Fueron los antiguos aliados de Montanelli en los tiempos de lucha contra los totalitarios. Con un exhorto casi desesperado el Corriere había despertado de su pasividad a los milaneses: «Milanesi, non dimenticate la Madonnina!». Milaneses, no os olvidéis de la Virgencita.

Se había hecho tarde y el sol anunciaba su pronta retirada. Hacía rato que las bellas milanesas nos habían dejado solos en aquel rincón de la terraza de La Rinascente. Levanté mi mirada hasta la Madonnina. Todavía brillaba, con las últimas luces de la tarde. Hoy, en tiempos oscuros, quiero evocar aquellos destellos y aquel momento, como una antigua promesa: ella no nos abandonará.