Me resisto a convertir mi terraza en una atalaya de envidias, pero miro a mi vecino fumar, con esa despreocupación tan insultante que no puedo menos que alegrarme de haber dejado ese infecto vicio que tanto disfrute me procuraba, reforzar mi decisión citando a Cavafis entre dientes - «Y he bebido un vino fuerte, como beben aquellos que se entregan valerosamente al placer» - mientras contemplo esa otredad esperando que le caiga un piano de cola en la cabeza.

Cuento con que es prácticamente imposible, pero ahí me quedo, haciendo inventario de sus volutas, que siempre me parecen demasiadas. Seguro que algo he hecho yo para merecer idéntica inquina por su parte: puede que haya escuchado risas procedentes de mi casa o me ha oído hablar y le ha desagradado mi tono (y lo entiendo, créame). Otra vecina comenta, a un volumen al que sólo algunos habitantes de Islandia les ha pasado desapercibido, que si ella bajara al jardín a jugar a la pelota como hacen otros se le caería la cara de vergüenza. La cara y la cadera, añado yo por lo bajini, que ya anda a punto del centenario, Doña Amparo.

La España del encierro nos ha obligado a una convivencia intensa, ese codo con codo en el sufrimiento que iguala, pero no se han perdido las esencias. Cada vez menos aplausos, pero la Ley de Propiedad Horizontal, las mascotas paseables y cada semana un añadido más, nos permiten disfrutar de un motivo por el que añorar el cierre rápido de ascensor para no compartirlo con la del segundo. Con una inteligencia indiscutible, en cada tramo nuestro presidente nos añade un nuevo accesorio con el que andar a vueltas entre nosotros, y que pasen los años, como en aquella sevillana clásica, y él que lo vea desde la Moncloa.

Dejó dicho Céline: «Me faltan algunos odios todavía, estoy seguro de que existen». En España, ni lo dudes, Luis Fernando.