Un abrazo con gabardina, entre la lluvia y el sol lo hemos perdido. Sin estrépito, como una aventura del tiempo que ha llegado a su término. El acento sobre la e -penúltima letra de su nombre, cada cual a su aire y con su espacio- ha echado del todo a volar. Genovés se ha salido de la multitud siempre en movimiento en sus cuadros, y nadie sabe si se ha hecho mar o pájaro. Estaba a quince días y un deseo de cumplir noventa años. Una edad en la que uno está de vuelta del mundo, de la vida, de sí mismo, menos en su caso de la pintura en la que fue el trazo gris y tierra del hombre solo que lucha contra el miedo, la violencia, las ideas que, en lugar de convencer, esposan. Fue su época de crónicas expresionistas con coraje del militante que pinta desde dentro de lo que vive y combate. Qué fuerza la de "Gente corriendo" y otras piezas sismográficas de la represión, el temor, la huida de los 70, con el sello del cine de Eisntein y la esperanza rebelde de la juventud en los campos de asfalto. Llegó después el color vivaz de las gotas planas trazadas a pincel, perfiladas con la punta contraria la raspadura de su pella al óleo, igual que cuerpos abstractos convocando junto con otros la alegría, la luz de quien camina leyendo un libro con su sombra en rojo, alrededor de una plaza en la que las palabras suceden, cruzando en dirección al futuro al que nunca se le alcanza la espalda. No importa hacia dónde. Sus mujeres y sus hombres, cuyos rostros son los nuestros y los de todos, son en apariencia libres. Ya no huyen de los grises de antes ni tampoco de los de ahora. Sombras vigilantes de sombrero de ala corta y placa secreta en el envés de las solapas de aquella Brigada Político- Social, creada a imagen y semejanza de la Gestapo, que lo mantuvo interrogado en su sede de la Puerta del Sol. Son otras las que nos acechan ahora embozados en la misma gama, en guardia su censura.

Se murió Genovés en viernes al mediodía. La hora de la sirena con la que los trabajadores -que tanto le gustaban y en su esfuerzo se identificaba- empiezan su descanso. Aunque también hay quien, como mi abuelo, prefiere marcharse un lunes con todo el mar o su viaje por delante. Nadie sabe si al marcharse subió los dieciocho escalones de su estudio. Lo hizo por primera vez en su taller londinense -no ha dejado de tenerlos en cada fábrica de su obra- y por los que decía ascender al paraíso donde al principio el joven con rostro de púgil, y luego de yeyé británico, trabajaba con música el lienzo y después a solas, a pelo con la pintura que era como un trabajo artesanal y primitivo con el que interrogar al mundo, y preguntarse acerca de su relación con esa incomprensible naturaleza de la que formamos parte. Creo que todos los creadores deben subir igualmente una escalera, sin duda un ejercicio mental sobre la progresión en el conocimiento. Jacob, Ramón Llul, hasta Julio Cortázar con sus instrucciones para subirlas, entendieron la escalera como un camino de esfuerzo entre el territorio interior y el de la inspiración.

Me detuve por primera vez ante uno de sus cuadros en la edición de Arco en 1984. Un año después en la misma galería, la Marlborough, me lo presentó mi querido tío Manuel Rivera, al igual que a otros pintores durante nuestros recorridos anuales por la feria del arte. Y pude entrevistarlo al siguiente cuando la estupenda exposición Artistas por la Paz en el Palacio de Cristal. Genovés me dijo que cada cuadro debía tener una silla delante para mirar y mirarlo, hasta entrar más al fondo de lo que el artista lo hace, porque es el espectador el que termina del todo el cuadro. No he dejado de hacerlo pero sin sentarme. De pie, a cada lienzo el tiempo que me propone. Una pregunta, una introspección, la búsqueda de lo que esconde y de por qué otra puerta del mismo se sale. Él añadiría que hay cuadros con muchas puertas por las que entra y sale su aventura, su ir y venir entre diferentes propietarios y museos. Lo mismo que su clandestino "Abrazo" de 1976 vendido en Estados Unidos, recuperado tres años más tarde por el entonces director de Bellas Artes, Felipe Garín, y tres años en la penumbra de los sótanos del Museo Reina Sofía.

Qué vigente es su pintura tan arraigada en la idea de Tolstoi de que hay que dejar de ver el arte como un mero manantial de placer, y considerarlo como uno de los medios de comunicación entre los hombres. Es lo que transmiten sus cuadros sobre la tensión entre multitud y figura. La fragilidad del ser humano confrontado, como ha señalado Muñoz Molina sobre su obra, con los terrores y fuerzas del siglo XX, y lo que llevamos sacudidos por éste, y donde la singularidad de cada persona puede perderse en el anonimato del hormiguero. Expresan igualmente el desconcierto que para él era el estado natural del ser humano, sobre todo cuando no hay certezas de nada, retratado junto a la individualidad y la soledad de la globalizada sociedad que reflejó en el espejo de su cuadro 'Aros' (2014). No todos los artistas se posicionan, ni lo hacen con la sencillez de una sonrisa que confiesa y confía. Sólo los que, al igual que Genovés desde sus comienzos en los sesenta con el grupo Hondo, se interesan por la vibración de lo que somos, aquello que nos mueve, que debemos denunciar, combatir o encontrar para la concordia de nuestra convivencia. Pienso en Tetsudo Ishida -magnífica su exposición de 2019 en el Palacio de Velázquez sobre la explotación laboral-, en Rafael Alvarado siempre comprometido en el manifiesto de su mirada. Tal vez deban volver sobre este espíritu ahora los artistas, acuciados por el cierre de las galerías y las nuevas propuestas de mercado. Ahí están las exposiciones virtuales de Eldevenir, las citas concertadas con coleccionistas de Javier Marín y también en Málaga la de KomprarArte de Antonio Lafuente, Antonio Yesa, Juan Carlos Hernando, Sebastián Navas y otros talentos para mostrar sus obras, invitar a posibles compradores, con buenas piezas a precios asequibles que contribuyan a paliar el déficit económico de la cultura, siempre en el arcén de lo prescindible.

Una empresa en grupo que le hubiese gustado al maestro que vivió aquel otro tiempo donde la cultura era incómoda y sospechosa -no ha dejado de serlo nunca, ni siquiera cuando la Transición la política mantuvo un apasionado romance con ella para abandonarla rápidamente por los intereses económicos y la incompatibilidad de entendimiento-. Lo simbólico de su óbito es haberlo hecho cuando más necesitamos, y tan poco en vivirlo nos esforzamos, el abrazo de su célebre cuadro. El icono que fue el cartel impreso en quinientos mil abrazos repartidos de casa en casa para pedir la amnistía, con aquellas tres palabras del último discurso republicano de Azaña en la Valencia del 38. Paz, piedad, perdón. Dos brazos y un cuerpo, y el que resulta de la suma de dos personas que se abrazan. Aunque en su cuadro eran quince hombres y una mujer corriendo a su encuentro celebrado. Nadie en la calle escenifica su fuerza. Lo impide de nuevo otro miedo, ahora es al contagio. Tampoco en el Congreso donde está el lienzo original como un espejo en el que tendrían que mirarse nuestros diputados, poco proclives a abrigarnos bajándose sus sueldos, renunciando a las dietas de movilidad y del Senado cuando llevamos dos meses confinados. En la calle aúllan las cacerolas y la incultura del civismo dice defenderse, abanderándose contra la dictadura comunista que los machaca. Qué poco ha evolucionado esta España en su lenguaje, de los rojos a los comunistas con el mismo odio enconado y la réplica a la contra. Sólo faltan pinturas de guerra en sus rostros, acompañando el gruñido de los tambores. En el Congreso silban las balas enconadas de los adjetivos y de los verbos, el grueso calibre los sujetos. Parecen disparos a bocajarro igual que los que acribillaron a los abogados de Atocha 55 -sobre ellos ha novelado buena literatura Joaquín Pérez Azaústre- e impactaron en el póster de aquel abrazo, desangrándose sus espaldas por la pared cadáver. Es como si Juan Genovés se hubiese muerto de pena ante el desprecio colectivo a la humanidad y la conciliación de su abrazo, en ruinas su democracia, una y otro reducidos a grupo escultórico a la salida del metro que no desemboca en Núñez de Balboa en barricada.

Se apagan las conciencias. Se mueren los creadores, y a medias o a punto suelen haberse despedido sin saberlo con una obra nueva. Es el caso de Genovés enfrascado en una exposición de la que ignorábamos si se hubiese inaugurado. Puede que el Museo Herreriano de Valladolid que acogió la última hace dos años sea la mejor metáfora de su despedida. La intensidad del silencio se llamaba, y de su éxito mostró el pintor su sonrisa de hombre afable, con aspecto casi de fraile franciscano al que los ruidos del mundo han dejado de ocuparlo, y prefiere mejor migar pan en su jardín de verdes para observar a los pájaros. Ese fue quizá el último regalo que nos legó para pensar. La memoria de nuestro futuro en el abrazo que somos.

Hagamos fuera de nuevo realidad su cuadro.