Nos ha quedado un ánimo de milagro desde aquellas procesiones medievales en que los flagelantes se desollaban la espalda con azotes. Cada vez que una peste derruía cualquier zona de aquella Europa tan coronada de ignorancia, sus gentes se lanzaban a las calles por impulso de visionarios y ofrecían dolor y súplicas a cambio del perdón de un dios al que se consideraba remitente vengativo de aquella miseria. Nuestros políticos aún se revelan como devotos de santos y rezos. El alcalde de Málaga, ciudad protegida desde su propio escudo por San Ciriaco y Santa Paula, pretendía activar la feria de agosto, aferrado, sin duda, al hecho de que los patronos de nuestras tierras disolverían al virus entre vientos de faralaes y quiebros marengos. La juventud, ya sin reparos, podría meter cuello entre perreo y perreo de reguetón. Quizás, una caída de la fe, o una caída en la cuenta de que estos asuntos pandémicos en el siglo XXI se tratan mejor bajo parámetros científicos que entre santorales del día, hayan hecho reflexionar a un Consistorio que ahora quiere introducir actos culturales, por fuerza minoritarios, quizás lecturas de poesía o conciertos de fagot. Se olvidan de que en estos tiempos de contagios, dos ya son multitud purulenta. Los responsables ministeriales y autonómicos de la educación esperan la llegada de Santiago Apóstol, sin caballo, pero con un dispensador de desinfectante en sus manos, más eficaz frente al virus que una espada. Esta guerra comenzó a mediados de marzo cuando se ordenó el desalojo de las aulas; en principio, durante un breve período. Durante aquellos días fueron admisibles las contradicciones o las conjeturas que intentaban explicar un fenómeno inimaginable para nuestros parámetros occidentales. Nos habían destruido Pearl Harbor sin que nos hubiéramos enterado siquiera. Las hemerotecas guardan declaraciones de líderes públicos que atestiguan cómo la conciencia sobre el alcance real de este desastre se ha ido avivando a pasos cortos y ante el recuento de los ataúdes.

Ya no es comprensible que aún no estén dictadas las instrucciones para el regreso a los centros escolares en septiembre. Conocemos el armamento de este enemigo y sus tácticas de guerrilla urbana. La huida de las aulas supuso una reconversión inmediata e improvisada tanto de las técnicas docentes, como de la actitud de un alumnado también heroico. En otros países de nuestro entorno ni siquiera intentaron el esfuerzo. Los centros se organizaron para distribuir recursos entre los hogares con dificultad de acceso a la docencia telemática. Esta nueva forma de comprender la enseñanza y el aprendizaje aún continúa. La sociedad española ha sido ejemplar y noble, cada quien ha arrimado, y arrima, el hombro como ha podido, pero el despertar de esta pesadilla llegará firmado en la receta de una vacuna. Una aglomeración de personas transformaría la inauguración del nuevo curso en un perfecto vehículo de regreso hacia la tragedia ya vivida. Las circunstancias difieren entre cada centro escolar, de modo que una solución unitaria sería errónea, esa flecha no puede acertar en tantos miles de dianas en movimiento. Las familias tienen que acudir al trabajo y no pueden responsabilizarse de su prole. Los centros escolares no están diseñados para albergar un número reducido de alumnos por aula. Estas son las fichas sobre el tablero. Si el inicio de curso ya estuviera propuesto por nuestros responsables santeros, las empresas tendrían tiempo para organizar una conciliación entre vida familiar y laboral, la docencia a distancia podría ser bien preparada y calculada, tanto en los sistemas que deberían de ser utilizados, como en la distribución de dispositivos informáticos. Desde ese primer trimestre contemplaremos con mayor claridad el horizonte del segundo. Es lo que hay. Por muchos azotes que nos inflijamos en las costillas ningún prodigio acontecerá. Este retraso en el anuncio de la modalidad de regreso al cole fomenta un exceso de caos social para el que ya no existe otra excusa que ese grado de imbecilidad con el que nuestra clase política, casta toda, nos abruma cada vez que tiene ocasión.