El blanco invisible es el color de la vejez. La edad en la que la penumbra es el sol más apacible de la luz. Su principal atmósfera tiene en el silencio el refugio donde la memoria se acomoda. A salvo a veces en su inmovilidad, dichosa cuando los afectos abrazan. No siempre la memoria está de parte de la vejez. Existe una enfermedad que la desmorona, igual que una polilla que agujerea los recuerdos hasta que el pasado se abisma en un agujero negro en la mirada. Sólo al fondo persiste el eco de una música, la viveza de una canción, el estribillo de la infancia a la que al final siempre se regresa con la misma fragilidad y en nada aquel ímpetu. Me refiero a los estados de la mente, porque luego está la vejez del cuerpo. En ella suceden los dolores del menoscabo y el sufrimiento interior de la dependencia. No responden las manos, las rodillas, las caderas, las piernas. Se atrofia la movilidad lo mismo que la tensión, el estómago, los riñones, el intestino. Incluso el sueño demanda atenciones de la medicina. No tiene la vejez ningún dibujo de su alma a color ni a lápiz de punta blanda. Sólo la fotografía se la retrata porque la entiende como la naturaleza de un paisaje, de una época, de una actitud que se revela en gestos mínimos, en detalles evanescentes casi. Un hermoso ejemplo de la luminosidad de su belleza es la serie The Strangers Ones con la que Toni Luciani se fue despidiendo de su madre a través de retratos y juegos escénicos que despertaron su apagado bienestar. No hay fotos sobre la huella del maltrato en los ancianos. Tampoco de sus cadáveres abandonados en las habitaciones de las residencias con las persianas echadas.

La vida siempre se defiende hasta la última burbuja de aliento contra la muerte. Da igual lo que le falle al sistema, si el corazón o el cerebro, el combate es obligatorio. Sólo la voluntad propia rubricada con conciencia exime a la medicina de la batalla por salvarnos. No ha sido así durante la hipérbole del coronavirus que colapsó de víctimas la contienda, y la ética tan frágil, sujeta siempre a interpretaciones, decidió la gestión de las posibilidades. Es lo que sucede en los hospitales de campaña bajo fuego enemigo y escasez de esperanza. Hay que decidir entre los que tienen una oportunidad y los que no resistirán la exigencia de esa frontera entre la muerte y el regreso. Es difícil escoger, por una parte unos, al otro lado aquellos a los que su naturaleza se lo pone más difícil. Un límite en el que se encasilló sin atención hospitalaria a esa edad en la que las personas no son entidades rentables, y por lo general se las acomoda en esos márgenes de la sociedad que denominamos residencias, geriátricos, centros de mayores, para evadirnos de una exigente responsabilidad que es nuestra, y de la sociedad igualmente.

Si no acontece una pandemia nadie se pregunta acerca de los puntos clave con los que evaluamos la calidad de vida de los mayores que estacionamos en parkings. Es fácil imaginarlos como automóviles, colocados en batería frente al televisor -el 96,9% de su actividad consiste en verla con la mirada perdida- y movidos de vez en cuando para que la batería no se descargue. Estos no lugares pueden tener luminosas habitaciones, espacios comunes ajardinados o confortables para reunirse con las visitas familiares, gimnasios de rehabilitación y una comida que no desprenda indicios a hervido, a medicinas y el aroma amarillo del del óxido de la piel. Poco sabemos de porqué muchos residentes desean escaparse en los ascensores, o a paso lento de zapatillas callandito por la puerta. Ni los motivos de sus quejas sobre los horarios de higiene, las reglas, la actitud infantilizadora y parternalista del personal que unas veces los atiende con vocación de ángel, y otras con actitud de sargento de hierro. Muy pocos se preocupan por la calidad de la gestión médica personalizada ni por las razones por las que no están a gusto en esos alojamientos por cuyo servicio pagan de media unos mil y pico euros, medicamentos a parte. Un precio que no se corresponde con la realidad: niveles de atención sanitaria poco adecuados o insuficientes; un personal escasamente profesional y mal remunerado, que soporta una carga de trabajo excesiva, y unas normas que favorecen más a los intereses del centro que a los de los residentes. Hay que vivirlo, recorrer unas cuántas, para constatar este grave problema al que no se le pone foco. Tampoco se hace con la mayoría de la trastienda de los temas de inserción social, dependencias o atención a personas discapacitadas.

Somos unos grandes hipócritas con la vejez. Nunca miramos la verdad a los ojos. No le dedicamos el tiempo que necesita, ni la plenitud de disfrutarlo con la que los ancianos sueñan. Otra palabra, y van dos, que carece del respeto que debemos conferirle a los significados. Vejez y ancianos. ¿Quién las define con certeza? ¿Cuándo es conveniente utilizar sus términos? ¿Qué edades comprenden ambas? Nunca se ha ocupado nuestra cultura de tratar cómo se merecen quiénes abrochan su larga experiencia laboral, y la de construir la empresa de una vida propia y de una familia. La sociedad ha ido etiquetando a los abuelos como la parte coja y añadida a las leyendas sesenteras de vacaciones, a la habitación de la plancha o a la del más pequeño de la prole. Llegó después su rol de canguros de los nietos y sostén de economías precarias, y el boom de la dorada tercera edad con su disfrute de los viajes del Imserso o los de la propia economía. Siempre hay una fecha en la que la salud se quiebra, la autonomía se pierde y lo que fue apoyo, compañía, educación de los nietos, se convierte en una carga complicada de sobrellevar entre citas médicas, ingresos hospitalarios, enfermedades causantes de una progresiva decadencia física y cognitiva que les va robando su dignidad de personas. Casi dos millones en nuestro país encima lo padecen con precariedad económica, en una deprimente soledad de sentimiento y situación.

No han faltado pensadores preocupados por entender esta batalla y salvaguardar el valor de quiénes mas que edad cumplen escalones cada vez más difíciles de lidiar. Sócrates, Platón, Simone de Beauvoir, Norberto Bobbio, Oliver Sacks son algunos de los que han ennoblecido la vejez, y nos dejaron lecciones acerca de sus emociones y maneras de afrontar la caducidad. También hay miradas humanistas duras o poéticas pero honestas acerca de su rostro real, en novelas como "El abuelo que saltó por la ventana y se largó" de Jonas Jonasson; "Hombre lento" de Coetzee; "El don de la vida" de Fernando Vallejo, y en películas que te enseñan: "Nebraska" de Alexander Payne; "Nosotros en la noche" de Ritesh Batra; "La balada del Narayama" de Kinoshita o "La juventud" de Sorrentino. Historias que indagan en la certeza de que envejecer es difícil, pero no una condena a la invisibilidad, tanto en los afectos que se necesitan como en lo concerniente a la relevancia social o intelectual que no debería dejar de tenerse -en las viejas culturas la ancianidad supone un reconocimiento a la sabiduría, al temple, y la cordura-. Lo dijo muy claro Jean Paul Sartre: «La experiencia es mucho más que una defensa contra la muerte, es un derecho. El derecho de los ancianos». Todo lo contrario a la evidencia que denuncia Antonio Gala cuando afirma que ser viejo es ser vencido por la amarga sospecha de no importarle a nadie. No es un reproche de la vejez. Le suceden con frecuencia el menosprecio, el abuso y la estigmatización. Sólo accionamos la moral cuando nuestra conciencia no tiene escapatoria frente al dolor cercano o ante el bofetón de los datos. En España, alrededor de 520.000 mayores de 65 años sufrieron maltrato psicológico y verbal, económico e incluso físico el pasado año -una indefensión que no todos denuncian-, y 141 millones de afectados a nivel mundial, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). No le echabamos cuenta, ni una defensa más alta de las víctimas, hasta que el coronavirus nos ha marcado con los 55.000 ancianos fallecidos en geriátricos de Europa y de todo el continente. Indignación, llanto, reclamos, hasta que la hipocresía vuelva a su normalización y a la de la vejez.

Honrar a los mayores es un deber pendiente. Será difícil lograrlo. Respeto es la palabra española a la que a diario más le faltamos al respeto. Lo exigimos airados para el orgullo de lo que somos, lo negamos enseguida para la dignidad de los otros. Llevamos décadas faltando al respeto a los mayores, sin preocuparnos por políticas eficaces e igualitarias en la gestión de sus soledades y su aquejada salud concentrada en la periferia social. Lo mismo que los políticos no cesan de ser irrespetuosos con los ciudadanos que necesitamos que arrimen hombro con hombro al entendimiento y al esfuerzo. Ni entre nosotros lo somos cuando la ideología crea militantes abonados a provocar bronca. En educación no avanzamos, ni siquiera la aprendemos. La OMS pronostica que en 2050 la cantidad de ancianos que no pueden valerse por sí mismos se multiplicará por cuatro.

Mañana es el Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez. Nadie suele salir a la calle para reivindicarlo. La efeméride me llevó a ver de nuevo «¿Y si viviéramos todos juntos?» de Stéphane Robelin. No me pregunto quién cuidará de mí, echo cuentas de amigos y espero tener suficiente dignidad económica. Quiero que mi última gran edad sea azul.