Lunes. Comer frente al mar siempre relaja. Por más que a uno lo ponga nervioso la discusión de la mesa de al lado: ¿la jibia y la sepia son lo mismo? Me da por ponerlo en Twitter. Y alguien me responde que lo peor va a ser cuando empiecen a polemizar por el salmorejo y el gazpacho. Estas trascendentes banalidades lo sacan a uno de sus pensamientos. Todo me da calor. También discutir. Y que discutan los demás. Comer frente al mar relaja si no se equivocan en la cuenta. Si el vino no está calentón. La brisa está en huelga. De pronto, todo son inconvenientes. Pero la mar sigue ahí. Serena, azul y plana. Un crucero a lo lejos. Se va pasando la vida y no le ha hecho uno ni un mísero verso al horizonte.

Martes. Loquillo en este periódico: «En el peor momento, la poesía es siempre la respuesta». La frase es fascinante pero yo me descubro ante la habilidad del entrevistador para propiciar semenjante respuesta. Respuestas.

Miércoles. Sesión de control al Gobierno. Lo pongo para que el lector vea que el diarista está al cabo/preocupado por la actualidad. La principal preocupación es sin embargo, la ausencia patente y palpable de material desayunable en casa. Desayunar fuera es una fiesta. Pero no si se convierte en una obligación. Tal vez unos churros. Iglesias le vacila a García Egea, que está faltón, atrabiliario, poco elegante, desabrido y tal vez jodido por el hecho de que los fondos que la UE va a hacer llegar a España le van a dar fuelle al Gobierno. La chulería de Iglesias me da más hambre y cuando Cayetana pregunta necesito un café. Carmen Calvo, también, que le responde con una desgana trufada de petulancia como de quien no ha desayunado bien. Cuando llego al bar, los parroquianos están hablando de política. No se están perdiendo las buenas costumbres.

Jueves. Día del libro. Paso con el coche por la Alameda de Málaga y veo la pequeña feria que han montado cerca de la librería Luces. Parado en un semáforo vislumbro a un escritor amigo que está sonriente y con una camisa demasiado audaz para su carácter. Podría ser un buen personaje para mi futura novela. Sin quitarle ni un solo rasgo de su carácter. Pero la camisa sí. Estoy por aparcar o acercarme a la acera y meterlo en mi auto y que así no se me escape. Pero mejor lo meto en este diario y aquí queda consignado para siempre. Con su sonrisa e inopinada indumentaria, su talento y su andar garboso, si bien está parado. Dentro de muchos años puede que lea este diario y se vea reflejado. Si es que conserva algo de vista con esa camisa tan deslumbrante. Deseo que el semáforo dure más para poder observarlo mejor. Se pone en verde. El semáforo, no el escritor. No acelero. El coche de atrás, cuyo conductor parece no ser un observador y sí un partidario de la velocidad me arrea un pitido. Estos son dos claros enemigos de la literatura: el ruido y la furia.

Viernes. No tengo muy claro si me gusta o no hacer las maletas. Rechazo un copetín, un acto social (con mascarilla) con esa excusa: «Tengo que hacer la maleta». La tarde del viernes es ancha y tentadora. Pero yo tengo que hacer la maleta. Calculo que tardo cinco minutos en meter polos y camisas de cualquier manera. Bañadores, zapatos, bermudas, libros, intenciones, adminículos, pleonasmos y útiles de aseo. Lo atractivo del viaje está en los preparativos, dicen los escritores de viaje. También los que tienen criados y los amantes del orden y el trabajo. A mí, toda la logística previa me da una pereza impresionante. Lo principal es que el despertador suene. Que la cola de facturación no sea larga. Que no me suba en otro vuelo. Me gustaría meter en la maleta la idea para un poema que me ronda en la cabeza. Pero a lo mejor me pierden la maleta y, por tanto, pierden mi idea. Me imagino en un mostrador frente a un duro burócrata reclamando mi idea, oiga que es mía, azul y con ruedas. La necesito.