Agosto todo lo reblandece. La realidad se vuelve dúctil y aquellas cosas que parecían férreas moldean su superficie adaptándose a una nueva horma. Agosto es como una llama en mitad del líquido verano que derrite las velas de un bergantín pirata cargado de tesoros. Porque el calor de agosto supura desde el interior de las cosas y de las gentes llevándose consigo el refugio de lo auténtico, la apacible sombra de las nubes.

Mi iceberg se derrite con esta ola de calor. La azada de sol siega los cascotes de hielo reduciendo mi frontera a los límites de una hoja en blanco. Aún así, continúo navegando por la corriente que me conduce a las orillas que amo. Esas que me vieron partir hace ahora cuatro años y que han recibido mis crónicas de náufrago envueltas en el frágil vidrio de un diario.

Arribo a la costa en los mismos días en que se marcha un Rey. Un hombre que elevó a su pueblo de una ciénaga con su corona, pero que no pudo soportar su peso frente a las tentaciones. Llegarán los relatores que traten de limpiar sus pies manchados de barro, y también aquellos que derretirán su gloria merecida en favor de mediocres propósitos, pero la verdad no es otra que la del ser humano, capaz de los más nobles actos y de las más decepcionantes bajezas. Su historia, incompleta aún, engrosará el libro de las inmortalidades ridículas.

Arribo a la costa llorando la despedida de un amigo y maestro. Se marchó tan silencioso como acostumbraba. Su rostro amable se cruzaba conmigo cuando acompañaba a sus hijos al colegio y me clareaba los días. Siempre creí que tenía una frase guardada para ese momento. Una frase para mí, escrita en su cabeza. Pablo Aranda era de esos escritores que hallan las palabras que nos estimulan el alma, que nos hacen brotar la sorpresa. Pablo era un rey anónimo, de esos que reinan sobre la fantasía de las letras, sorprendiéndonos con aventuras que nacen de lo cotidiano, o quizás convirtiendo (con sus palabras) lo cotidiano en aventura. Su reino no era de este mundo, lo habitaban soldados y piratas, personajes perdidos a mitad de camino y otros encontrándose a sí mismos en la distancia. Dibujante de increíbles y estéticas columnas literarias que, como dibujos de M.C. Escher, sorteaban la lógica en disparatadas direcciones haciéndonos dudar de lo evidente. No pudo esquivar al cáncer, aunque lo intentó con toda su alegría, como mejor sabía hacerlo, con la sonrisa de quien se enfrenta cada hora con una página en blanco y debe escribir un final feliz.

Apenas a cien metros de la costa, el iceberg se ha convertido en un singular trozo de hielo al que me agarro con ambos brazos. Sobre su escasa superficie aún ondea la bandera antártica que fijé en el Cabo Evans y que recuerda a los héroes que me acompañaron en este viaje literario, testigos de una lucha con el lenguaje librada cada quince días. Me bajo en marcha de este iceberg derretido por el calor, cargando conmigo ochenta y dos historias. Entre mis pertenencias llevo los ojos de Atapuerca que sirvieron para comenzar a describir lo cotidiano con la curiosidad de la prehistoria.

En uno de los libros que guardo de Pablo Aranda, encuentro una dedicatoria que pone ese final feliz que buscaba para despedirme de La Punta del Iceberg. Él me hablaba de la perspectiva para observar el mundo, «un mundo que si miramos adecuadamente, hasta puede ser divertido».